› Por José Pablo Feinmann
El surgimiento del Estado Moderno se estructura en base a estos dos conceptos: hay derechos y hay obligaciones. Es el inglés Thomas Hobbes quien escribe el libro que habrá de sistematizar estas cuestiones. Hobbes postula que el estado natural de los hombres (estado de naturaleza) lleva a una situación intolerable que es el de la “guerra de todos contra todos”. “En esa guerra (escribe) todos los hombres tienen el mismo derecho a todas las cosas” (De cive, Del ciudadano, Alianza, Madrid, 2000, p. 47). Esta disponibilidad en que las cosas se encuentran lleva a los hombres a convertirse en lobos los unos para los otros. De aquí la célebre sentencia que Hobbes toma de la cultura latina: Homo homini lupus. Los hombres, por consiguiente, no pueden tener el mismo derecho para todas las cosas. No hay que dejar de señalar que Hobbes (el gran teórico del Estado burgués) describe, con su “estado de naturaleza”, algo semejante a un “comunismo primitivo”. Todos tienen derecho a todo. Pero las cosas no pueden ser propiedad de todos. No todos pueden tener derecho sobre todas las cosas. Es notable que el comunismo del siglo XX haya resuelto los problemas de ese enunciado “comunista” (todo es común a todos) al modo hobbesiano. O sea, creando un Estado totalitario que asumía el control sobre todas las cosas. La solución (tanto capitalista como comunista) fue: como todos los hombres no pueden tener derecho sobre todas las cosas, éstas pertenecerán al Estado. Para Hobbes, la imposibilidad de ese “comunismo naturalista” (expresión que me pertenece) radica en la naturaleza humana. Cuando los hombres no son controlados y dirigidos por una instancia superior a ellos se entregan a la festiva tarea de faenarse los unos a los otros. Situación que Hobbes llama “guerra de todos contra todos” y para la que tiene otro latinajo: bellum omnium contra omnes. Pero los hombres toman conciencia de esta intolerable situación y quieren remediarla: “Mas ello no pueden hacerlo como no sea mediante un pacto en virtud del cual renuncian todos a tener derecho a todas las cosas” (Ibid., p. 46). Esta “renuncia” da lugar a la aparición de una figura definitiva que Hobbes presenta tan temible como un dios mitológico al que llama Leviatán. El Leviatán es el Estado moderno. Los individuos le ceden sus derechos y el Estado los administra, al costo, claro está, de dominar a los individuos. La cesión de mi libertad al Estado es la condición de esa libertad, ya que cuando ésta se ejercía me llevaba a desear cosas que también deseaban los otros y entonces nos despedazábamos como pequeñas bestias humanas. Necesitamos una gran bestia, un Leviatán, al cual pertenezcan las cosas o su administración (lo que, mucho después, Foucault llamará sociedad disciplinaria) y en medio de esa disciplina todos viviremos en paz y, si alguien se hace el loco y quiere una “cosa” que no le pertenece, el Leviatán descargará sobre él la furia de la Ley. Este es el origen del contrato roussoniano: todos cedemos algo (cedemos nuestras libertades primitivas, instintuales o, por qué no, pulsionales) y establecemos un contrato social que el Estado administrará, vigilará y castigará a quien no lo cumpla, por decirlo alla Foucault. Bien, ¿quién sino Nietzsche habría de enfurecerse con esto? Para él, el hombre que se somete al Estado, pactando su libertad, es el hombre gregario, el hombre del montón. El que antecede su mediocridad gregaria, burguesa, a sus pasiones: “Casi todas las pasiones tienen una mala reputación a causa de quienes no son lo bastante fuertes como para volcarlas en su propia ventaja” (Fragmento 772 de La voluntad de poder). Pero Nietzsche predica en el desierto. El hombre de la modernidad inventó al Estado porque le teme a su propia naturaleza y porque, además, quiere que las cosas que son suyas no se las quite nadie y el Estado se las proteja mediante una Ley que diga que las cosas son propiedad de quienes las poseen y que ésa es la ley central de la sociedad.
¿A qué viene todo esto? Sé que ese periodismo letrinógeno (al que Kirchner –por medio de una decisión que sólo puede calificarse como un monumento al Error– dio vida eterna) apenas si leerá estas líneas. Pero tienen relevancia y vienen a cuento de una frase que el Supremo de Buenos Aires dijo durante estos días. La comenté con varios amigos y todos me dijeron lo que yo pensé no bien la leí: “Alguien se la dijo”. Cierto: el Supremo tiene equipos (la frase lo revela), gente que le piensa uno que otro concepto y éste pegó fuerte. Porque metió miedo. Tanto que no faltó quien dijera (acaso exageradamente) “se viene el macricidio”. La frase es ésa en que el Supremo establece que “los derechos humanos” pertenecieron al siglo XX. Y que “las obligaciones” pertenecen a éste. ¿Por qué la frase mete miedo o lleva a pensar ineludible, insalvable, fatalmente, que para proteger las excesivas o muchas cosas que tienen abundantes personas de la Atenas feliz de estos días, se debilitarán los derechos que deben protegernos? Los que poseen “muchas cosas” votan por el Estado fuerte, leviatánico, para que se las proteja. Estas personas viven, gozosamente, en medio de una contradicción: exaltan la libertad de mercado, la democracia neoliberal pero, a su vez, reclaman un Estado represivo que las proteja de las consecuencias de las desigualdades que tal sistema genera. El esquema sería: economía de libre mercado en lo económico y macricidio en lo político. El Supremo porteño interpretó el clamor. Deja de lado los derechos humanos y lleva a primer plano las obligaciones.
¿Qué son los “derechos humanos”? Los macri-porteños asimilan esa frase a la subversión. La policía también. Los derechos humanos sirven para defender a subversivos y delincuentes o para mantener incómodamente vivo un pasado que “todos”, en bien de la “convivencia nacional”, “queremos olvidar”. No: los derechos humanos no son esencialmente para eso. Los derechos humanos son aquellos que defienden a las personas de las prepotencias, de las injusticias, de los atropellos del Leviatán, del Estado. Una vez que se han cedido los derechos al Estado el ciudadano queda preso de él. El Estado –a lo largo de todo el sangriento siglo XX– se ha excedido (¿no hablaba de “excesos” Videla?) en su función controladora, en la represión. Surgieron, entonces, los derechos humanos. El Estado posee al Ejército y a la policía. Los ciudadanos –para defenderse de los excesos de esos dos estamentos estatales– han creado los movimientos de “derechos humanos”. De aquí que sea absurdo que (por ignorancia o por aberrante mala fe) se pida por los derechos humanos de los policías o de los militares. Tanto la policía como el Ejército pertenecen al Estado: es el Estado el que cuida sus derechos. Pero, ante la reiterada y mortal certeza de que el Estado –utilizando sus dos preciosas herramientas: policía y soldados– avasalla los derechos de los individuos, es que han surgido los “derechos humanos”. En suma: los derechos humanos son los que defienden a los individuos de los excesos del Leviatán. Y lo han hecho. Han defendido a las víctimas de los Ejércitos genocidas de Occidente. Han defendido a las víctimas de los Estados totalitarios socialistas. Que no fueron “socialistas”: fueron formas de capitalismo estatal. Desde 1492 hasta la fecha, la humanidad no ha conocido otra cosa que el capitalismo. En su forma “liberal democrática” o en su forma “comunista estatal”. De este modo es que estamos llegando a una etapa cuasi apocalíptica, dado que, como decía el marxista Karl Marx, “la sociedad moderna burguesa (...) se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros” (Manifiesto comunista) y, como decía el nacionalsocialista Martin Heidegger, “no necesitamos de la bomba atómica (...). Esto en lo que el hombre hoy vive ya no es la tierra” (Der Spiegel, N° 23, 1976).
De aquí que nos preocupe la frase del Supremo porteño y debamos advertir lo que en ella late. Si los “derechos humanos” quedaron (en la ciudad de Buenos Aires al menos) en el siglo XX, significa que los individuos no tienen defensa frente al Estado. Y si, para peor o para colmo, se postula que la ética que regirá el (siglo) XXI es la de las “obligaciones” todo cierra: tendremos “obligaciones”, no tendremos “derechos”. Esto preocupa a los individuos que valoran –por sobre todas las cosas– su libertad y quieren que la misma, que es la máxima expresión de sus derechos (ya que uno tiene derechos si es libre; si no, no), sea respetada. Pero en una sociedad que pide, ante todo, orden. Que pide eficacia, hipergestión y seguridad, los “derechos” necesariamente se ven erosionados. ¿Por qué las dictaduras siempre se inician demoliendo el aparato jurídico-institucional? Porque no quieren trabas en su impetuoso accionar. Todo debe hacerse rápido y la Justicia (que es la expresión del derecho) no debe demorar la rapidez de las ejecuciones. Un gobierno que da primacía a las obligaciones por sobre los derechos responde a un electorado que pide seguridad. El Supremo porteño ha comprendido bien su tarea, esa que le han delegado. Debe limpiar la ciudad. Buenos Aires tiene que estar linda. Cuando se anuncia la merma de los derechos esa merma no es para todos. Los fuertes, los poderosos, los ricos, jamás verán disminuidos sus derechos. No los necesitan. No necesitan los “derechos humanos”. El Estado no habrá de agredirlos porque ellos –en última y esencial instancia– son los verdaderos dueños del Estado. Son el establishment. Los sectores medios altos también están tranquilos: están en orden, tienen lo que quieren y quieren, sobre todo, que nadie se los quite o les impida el gozoso uso de los mismos. Que nada agreda mi auto, mi country, mi negocio, mis salidas al cine o al teatro. Que nada desagradable se presente ante mi vista cuando miro mi ciudad. Los que verán carcomidos sus derechos y aumentadas sus obligaciones son los de siempre. Son los de abajo. Habrá obligación para cartoneros, mendigos, bolitas, perucas y chilotes de ir adonde les digan. Y no tendrán ningún derecho para protestar. Ni tendrán derechos humanos que los protejan de la ira del Estado Macricida, ojalá me equivoque. También los artistas y también la cultura están en peligro. Porque el arte vive de la libertad, no de la seguridad. Pero los artistas están acostumbrados a los grandes y a los pequeños reyezuelos. Pronto el Supremo se revelará como lo que es: un reyezuelo pequeño, pequeño. O no. Como sea, los escritores, los dramaturgos, los actores sabrán resistir. Anda entre nosotros un gran creador. Es Francis Coppola. Cierta vez dijo: “No se puede ser libre ni se puede ser un artista y vivir seguro”. De modo que el Pequeño Rey –que es hijo del miedo, no de la libertad– está entre esas expresiones sombrías de la Argentina a las que ya largamente nos hemos acostumbrado. Una vez más, haremos frente.
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