› Por José Pablo Feinmann
No era en la embajada sueca, sino en la residencia del embajador donde tocaría el piano, esa noche, Johan Ullén, de quien conocía un CD que me había enviado desde Suecia un amigo suyo, a raíz de una nota sobre música y pianistas fracasados que yo había escrito para –entre otras cosas– enterarme de una buena vez que si alguien pertenecía sin retorno a esa especie sólo tenía que mirarme al espejo y decir: “Ese eres tú, dedos de acero, irredento enemigo de todos los teclados de este mundo a los que ya injuriaste durante demasiado tiempo”. De modo que cuando leí cierto día que Johan Ullén tocaría en el Gran Rex me quedé en casa porque a esa hora –el concierto era al mediodía– ni música puedo escuchar adecuadamente y hacía frío y yo ya tenía mi CD. A las pocas horas llegaba la invitación de la embajada. ¡Ah, esto era otra cosa! Podría sentarme cerca de Johan y mirar sus manos, que harían infinitas cosas que las mías nunca pudieron hacer, so perras.
Tenía un anhelo que era ya una fijación. En su CD, Johan interpreta una obra de un compositor que sólo él (y pocos más) debe conocer: el tipo se llama Charles Valentin Alkan y la pieza que toca Johan, El festín de Esopo. Alkan elige un tema breve, de su creación, y lo somete a variaciones de todo tipo. Uno cree que lo compuso la semana pasada y no: ¡Alkan nació en 1813 y murió en 1888! Era, claro, un pirado absoluto: misógino, hipocondríaco, poco le importó que su obra se conociera. El embajador sueco dijo algunas palabras y apareció Johan: sueco, rubio, tímido, la cara se le pone carmesí cuando la inclina sobre el teclado. Johan toca piezas no convencionales. Tocó las Reminiscencias de Norma, de Franz Liszt. Pienso escribir pronto sobre Liszt porque era la antítesis de Alkan: extrovertido, extravagante, demonio, monje, genio, pianista show, amante incontenible, en suma: el gran artista pop del siglo XIX. Pienso partir del film de Ken Russell y describir su primera escena: un montón de niñas vestidas como colegialas y aparece Liszty toca una de sus rapsodias húngaras y todas, delirantes, como si fuera Elvis, como si fueran los Beatles o los Rollings, empiezan a chillar agudamente, intolerablemente: “¡Franz Liszt! ¡Franz Liszt!”. Es para estos auditorios que Liszt escribía sus “transcripciones”. Hizo de todo tipo: el vals del Fausto de Gounod, la marcha de Parsifal, la polonesa de Eugène Onegin. Las Reminiscencias de Norma figuran entre las más divertidas, las más difíciles y las más concentradas, como si Liszt no buscara en esta ocasión llevarse tres o cuatro mujeres a su cama. Tal vez ninguna. Johan tocó las Reminiscencias con un despliegue técnico apabullante. En suma, un pianista para tener en cuenta y más también. Yo me había sentado en la primera fila y del lado izquierdo, dado que, siempre que me es posible, quiero ver las manos del pianista. Todo siguió normalmente hasta que Johan tocó un bis. Se sabe cómo es esto: los espectadores son carnívoros con los pianistas, siempre les piden más, querrían verlos estallar sobre el piano, morir en la extenuación de una generosidad ilimitada. Johan se concentró más que nunca. Hubo un silencio helado como helada era afuera la noche. (Perdón por esta metáfora, no se me ocurrió otra porque, en efecto, uno agoniza de frío durante estos días en Buenos Aires.) Y Johan dejó caer su puño izquierdo sobre los bajos del piano. Era el espesor rítmico que había elegido para su versión de Melodía de arrabal. Una joya, señores, un deslumbramiento. Sabemos que cualquier tango de los buenos puede cerrar sin pudor el más sutil o el más ambicioso de los conciertos. Así fue: Johan tocó muy bien Melodía de arrabal. La música es el gran lenguaje que el hombre creó para romper fronteras, para comunicarse sin palabras, para cautivar el alma o la inteligencia o las dos cosas a la vez o una más y otra un poco o al revés. ¿Por qué un sueco se enamora de Melodía de arrabal? ¿Por qué lo arregla como si fuera un tanguero argentino o todavía mejor? (Mejor que algunos o que muchos, no que todos.) ¿Por qué después de Liszt y de la Apassionata de Beethoven (que Johan tocó con el ímpetu que solía darle el gran Sviatoslav Richter) Melodía de arrabal se escucha con el respeto que uno guarda para un preludio de Chopin? Porque es gran música. Porque la música popular que se ha escrito para bailar pero también para ser escuchada (y no ese ruido banal que se hace para ensordecer, para atropellar, para demenciar o lobotomizar idiotizándolo todo) tiene la hondura, la alegría jubilosa (que no surge necesariamente de una partitura alegre, sino, a veces, de una triste o melancólica) de un Impromtu de Schubert o una partita de Bach. Johan tocaba Melodía de arrabal y yo ya no miraba sus manos, cantaba por dentro: “Mientras que una pebeta/ linda como una flor/ espera coqueta/ bajo la quieta/ luz de un farol”.
Todos aplaudieron a Johan y luego todos lo rodearon y le hicieron algunas preguntas, algunos comentarios y, en general, algunas tonterías. El mundo de la música clásica es un universo tramado por la pasión genuina y el saber cauteloso y también por la banalidad extrema, la admiración inmediata y chillona, la ropa cara y el exhibicionismo hueco. No me fue difícil –dado que esos personajes suelen desvanecerse no bien consiguen algo tan sencillo y escasamente elocuente como un autógrafo– hablar con Johan y decirle que me había conmovido su versión de Melodía de arrabal. No le dije: ¿cómo puede un sueco con carita de buen pibe ahondar tanto en un tango? No se lo dije porque no lo pensaba. En rigor, fue él quien se reveló como un excelente conocedor de nuestro idioma y un tipo con ganas de charlar, aflojarse y decir un par de cosas que requerían un interlocutor atento. Yo lo era. Me gané lo que me dijo: “He compuesto un Concert Tango para piano y orquesta. Me gustaría que lo escucharas”. Era más de lo que yo esperaba.
Al día siguiente se apareció en mi casa. Nos tomamos un café y me entregó un CD. No era un CD comercial sino uno que solamente contenía su Concert Tango grabado de un concierto en Suecia. Hablamos de varias cosas. No escuchamos el concierto. Creo que tenía cierto pudor, que prefería que lo hiciera a solas y le escribiera después mi opinión. Hablamos de música. De Alkan. De las dificultades técnicas de las Reminiscencias de Norma. De una crítica algo desfavorable que le habían hecho de su concierto en el Gran Rex y que lo torturaba excesivamente, como suele suceder. (¿Radica el poder de los críticos en la debilidad, en la inseguridad de los artistas?) Después se fue y yo escuché su Concert Tango. Tiene tres movimientos. Un allegro. Un andante con moto. Y un allegro con brío. Notable: igual que el Concierto en fa mayor de Gershwin. No es tan ambicioso: no se extiende por más de quince minutos. No está mal: la Rhapsody in Blue dura diecisiete. Ojo: no es la Rhapsody in Blue. Nada puede ser la Rhapsody in Blue ni tiene por qué serlo. Es una mezcla de Piazzolla, Strawinsky, Schoenberg y Johan Ullén. Como todo concierto para piano y orquesta que incluye temas líricos suena, a veces, a Rachmaninoff. Al mejor: al del segundo movimiento del tercer concierto. ¿Qué puedo decir? Es una maravilla. Este notable virtuoso sueco hizo un concierto de tango porque es un tanguero de alma, porque estudió composición, porque ama Buenos Aires y porque hay que traerlo otra vez. El Concert Tango lo tengo en mi casa. Pero si algún coreografo me lo pide. Qué sé yo. Ana María Stekelman, digamos. O Carlos Rivarola. Se lo doy.
Antes, desde luego, le pido permiso a Johan. No sé si les gustará a los muy tangueros. Son difíciles los tangueros. Si uno les pregunta: “Maestro, la introducción del piano para Adiós Nonino, ¿prefiere la de Amicarelli o la de Gandini?” “La de Amicarelli, pibe”, te dicen como si te escupieran. Johan está más cerca de Gandini que de Amicarelli y la parte del piano sólo podría tocarla él o un pianista clásico. O por ahí no. Hay algunos tangueros que le sacan fuego al piano. Sería cuestión de probar. Bailar, el Concert Tango se baila solo. Ni un muerto podría escucharlo y quedarse quieto.
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