Lun 16.07.2007

CONTRATAPA

Texto y subtexto de la filosofía

› Por Horacio González *

En el más que interesante artículo del profesor de filosofía del derecho Joaquín Meabe del último jueves en este diario, la filosofía parte de ser el examen de su propia palabra con consecuencias voluntariamente críticas, hasta su propio desmantelamiento. Meabe asimila esta posibilidad a un pensamiento sin sumisión, equivalente al asombro y la incertidumbre del método socrático. En otras palabras, ¿cómo hablar en una época de vastas servidumbres a los poderes políticos y comunicacionales? Se plantea entonces la responsabilidad de la palabra frente al círculo de hierro de los Estados y los instrumentos retóricos prefigurados por los órdenes comunicacionales contemporáneos.

Reflejos de este tema se vieron en el Congreso de San Juan, donde a su término asistimos al discurso de la activísima profesora brasileña Marilena Chauí, que fue escuchado por Cristina de Kirchner, la candidata presidencial, y aplaudido por ella en sus tramos centrales. Eran las dos únicas oradoras de cierre, sentadas a la misma mesa. Me gustaría hacer un breve comentario sobre esa escena. La profesora Chauí es cabalmente filósofa. Lo es dentro de un lenguaje creado por ella misma, con fuerte capacidad de alegato. Sus trabajos sobre Spinoza, de fuerte repercusión entre los especialistas de todo el mundo, se tornan piezas surgidas de su propia locuacidad, no meras citas eruditas (aunque en el específico sentido de una fiel laboratorista del trabajo intelectual, ella posee una formidable erudición). Su situación en Brasil no es fácil. Siendo una discípula de Maurice Merlau-Ponty, a través de su notable albacea Claude Lefort, se destaca por ser la única intelectual de gran relieve que sigue asociada a la suerte del presidente Lula da Silva. Es de las pocas fundadoras del PT que sigue, bajo un íntimo dolor, en el cobijo de la esperanza inicial.

¿Por qué? ¿No hubo suficientes defecciones hasta ahora? Es que a pesar de los graves obstáculos que se van evidenciando en el camino –la propia dificultad siempre inherente a la acción gubernativa, la evidencia de sucesos dramáticos con los dineros ocultos de la política, el trato resignado con los grandes poderes mundiales, pero sobre todo los severos ataques de las nuevas derechas–, no se inspira Chauí en un tipo de escándalo moralizador a la manera mediopelesca de la middle class sino en el deseo de modificar las cosas sin dejar de pensar lo grave, y aun lo gravísimo que nos cerca. El de Chauí es un deseo de comprender “sin reír, sin lamentar, sin detestar” que surge de la ética spinoziana y que se enraiza en la propia morada problemática de los movimientos populares latinoamericanos, deficientes, pero surgidos de las clases trabajadoras y las voluntades restitutivas de la población general movilizada. Asolados por fuerzas que imponen servidumbres gigantescas o sutiles agachadas, la propensión crítica es sustituida por resignadas adecuaciones. ¿Qué hacer?

La omnipresente fiscalía de los grandes medios de comunicación, en su facilitada alforja retórica propone un estruendo moralizante hacia esas deficiencias de los movimientos populares, tratadas superficialmente con un evangelismo de control pedagógico destinado a los públicos que viven en culturas televisivas degradadas, pero con la comprensible ilusión moral reparadora del popolo minuto. Válida como expectativa y problema. Pero expresada con métodos tacaños y rencorosos. Se trata del vasto público aherrojado en las brutales condiciones de vida de las grandes metrópolis.

El discurso de Marilena Chauí tocó todos estos grandes temas, en nombre de una democracia renovada en sus propias formas de representación y de un replanteo del compromiso de los intelectuales. Su crítica al neoliberalismo fue plena y drástica, con argumentos serios y meditados, que sorprendieron a la clase política allí reunida. Se basó en la crítica de un tiempo ilusorio generado por un estilo comunicacional sin mediaciones, neutralizador de la “nervadura de lo real” –concepto central de la obra de Chauí–, con lo que se inhibirían los relieves culturales y sociales que caracterizan el mundo práctico y popular. Todo eso afirmó Chauí, ante la candidata, varios gobernadores, toda la clase política de la región, y la enorme mayoría de los asistentes al congreso.

Luego, Cristina Kirchner debió enfrentarse a ese discurso, y lo hizo dignamente, sin papeles en la mano, con su oratoria desafiante y una rebúsqueda interna de los temas que seguramente había transitado en su condición de estudiante universitaria en aquellos años de la Universidad de La Plata. De ahí la cita de Hegel y el acto verdaderamente juvenil de declararse “hegeliana”. Los diarios del día siguiente, acostumbrados a tratar con una clase política medrosa e intrigante, a la que critica cuando evidencia una indisculpable falta de intereses culturales pero que también critica cuando hay afanes reflexivos que exceden la chatura reinante, siguieron la rutina de la ironización fácil. La curiosidad intelectual de la senadora Cristina Fernández la había llevado sin embargo a esforzarse en definir la cuestión hegeliana. ¿No había escuchado antes un desenlace spinoziano a la urgente cuestión de la dificultad de los movimientos populares? Mencionar a Hegel y no como mera cita de circunstancias, sino como autor de la más importante reflexión moderna sobre cómo las épocas pesan astutamente sobre los individuos, implicaba aludir a un problema moral y político cuyo tratamiento entre nosotros es entrecortado por el bajo nivel de nuestras discusiones y la ironía espontánea que emana de un costumbrista menosprecio cultural, muy seguro de que la cultura media del periodismo es el non plus ultra de la civilización.

Pero la época, la idea misma de época, siempre es una figura compleja en la conciencia turbada de los sujetos. Este fue el tema del discurso de Cristina Kirchner, destinado a analizar aquellos finales de los años ’40, y este tiempo en que vivimos, donde hay que recrear ideologías de transformación en medio del cese de las expectativas utópicas (la caída del Muro de Berlín) y las nuevas militancias sacrificiales (la caída de las Torres Gemelas). Hechos no comparables en términos de facticidad, pero sí de la crisis de la existencia en esta época. De ahí la importancia del problema que en su artículo destaca Joaquín Meabe, el dilema de Sócrates en relación con cómo debo hablar, qué debo callar, cuánto debo avanzar en mis esperanzas.

Toda filosofía es paralela a otros dramas de los que debe dar cuenta y sobre los que debe meditar como parte de su corazón intranquilo. El primer drama es qué discurso practicar, qué citas evocar, cómo no permitir que toda búsqueda intelectual sea frustrada por los sarcásticos tribunales mediáticos. El otro drama latinoamericano es el que ha heredado sin estar preparado para ello el Frente Amplio uruguayo, que de no resolverse –y esto hay que hacerlo en común– destruye nuestras tradiciones críticas y la propia historia social de las esperanzas compartidas. Se trata de la actividad de sobrevuelo de las grandes fuerzas económicas, operadas por empresas mundiales con capacidad de tecnología e inversión que superan las posibilidades de nuestros países, en temas de telecomunicaciones, energía, minería, etc., donde el precio por sus facilidades es la servidumbre que por ello deberían pagar los países históricos y la naturaleza en peligro.

Se debaten las condiciones de reproducción misma de la vida. En San Juan este debate fue una de las cuerdas paralelas al congreso, y que gracias a la opción de los ambientalistas locales de actuar en el interior y no afuera de sus consignas (el congreso estaba bajo el común denominador del Proyecto humano y sus alcances históricos) se amplió la esfera de escucha y debate de un tema crucial, lo que antes denominamos un “drama latinoamericano”. Retomando el artículo de Meabe, son muchas las formas de servidumbre que acechan nuestro lenguaje. Muchas veces criticamos con razón el elenco diario de injusticias. ¿Pero al hacerlo somos libres? Es necesario agregar a ello la idea de que la crítica se luce más en el interior de las dificultades, en su mismo subtexto de agravios. Aunque no por ello nuestros viejos textos críticos están en desuso. Deben visitar de tanto en tanto la casa en cuyo interior se producen las nuevas luchas simbólicas, estanques oscuros donde hay que reponer las palabras desgastadas sin la sofística que suele acompañarlas y las derrota. Los buenos discursos son ensayos para eso, y más si sobrepasan las condiciones que los rodean.

* Director de la Biblioteca Nacional.

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