Mar 17.07.2007

CONTRATAPA

La celeste, que estuvo en los cielos

› Por Eduardo Galeano

Hace más de medio siglo que el Uruguay fue campeón del mundo, en el inmenso estadio de Maracaná. Desde entonces, traicionados por la realidad, buscamos consuelo en la memoria.

Si aprendiéramos de ella, todo bien, pero no: nos refugiamos en la nostalgia cuando sentimos que nos abandona la esperanza, porque la esperanza exige audacia y la nostalgia no exige nada.

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El Bebe Coppola, de profesión peluquero, era también el director técnico del club de fútbol del pueblo de Nico Pérez. Esta era la orientación ideológica que daba a sus jugadores:

–La pelota al suelo, los punteros bien abiertos y buena suerte muchachos.

El Bebe Coppola no tuvo nada que ver con Maracaná. Pero fue como si lo estuvieran escuchando: así de simple, así de bien, jugaron aquellos uruguayos la final de 1950.

Más de medio siglo después, todo al revés: jugamos al pelotazo y que Dios se apiade; nuestros punteros, los wings, los alados, ya no vuelan y parecen más bien sonámbulos que deambulan por el centro de la cancha; nuestro fútbol es cerrado, avaro, pesado; y la buena suerte no nos acompaña. Mucho no la ayudamos, la verdad sea dicha, aunque nos sobran ideólogos dispuestos a proporcionar inteligentísimas explicaciones a cada uno de nuestros desastres.

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En aquella final de Maracaná, Uruguay cometió la mitad de las faltas que cometió Brasil.

Pero más de medio siglo después, abundan los uruguayos que dentro y fuera de la cancha confunden el coraje con las patadas y creen que la garra charrúa es otro nombre del crimen. En los partidos internacionales, nunca faltan los inflamados locutores y los hinchas rugientes que antes gritaban: métale, métale, y ahora mandan: mátelo, mátelo. Y hasta hay expertos comentaristas que elogian lo que llaman la falta bien hecha, que es el asesinato cometido cuando el árbitro está de espaldas, y la patada de ablande, que es la que se propina cuando el partido recién empieza y el árbitro no se anima a echar a nadie.

Hemos llegado a creer que no hay nada más uruguayo que jugar al borde de la tarjeta roja. Y si el árbitro la muestra, y quedamos con diez jugadores, ésta es la prueba de que el rival juega con doce: el juez nos ha robado, una vez más, el partido. Y entonces la autocompasión, pobrecito paisito, se nos llena de diminutivos.

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A partir de Maracaná, en realidad, hemos ido de mal en peor.

Quizás algo tenga que ver la decadencia del fútbol con la crisis de la educación pública. Nuestros años dorados han quedado muy atrás: en la década del veinte fuimos dos veces campeones olímpicos, en 1930 ganamos el primer campeonato mundial y 1950 fue nuestro canto del cisne. Aquellos milagros parecían inexplicables, en un país con menos gente que un barrio de Ciudad de México, San Pablo o Buenos Aires. Pero desde principios de siglo nuestra educación pública, laica y gratuita había sembrado campos de deporte en todo el país, para educar el cuerpo sin divorciarlo de la cabeza y sin distinguir pobres de ricos.

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Un drama de identidad. Triste anda quien no se reconoce en la sombra que proyecta. Y entre las causas de nuestra desdicha futbolera, que es la gran desdicha nacional, hay que mencionar también la venta de gente.

Exportamos mano de obra y también pie de obra. Los uruguayos, habitantes de un país deshabitado, estamos desparramados por el mundo. Nuestros jugadores también. Tenemos 248 futbolistas profesionales en 39 países. El fútbol es un deporte asociado, una creación colectiva, y no resulta nada fácil armar una selección nacional con jugadores que se conocen en el avión.

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De fútbol somos. El lenguaje cotidiano lo revela:

quien no hace caso, no da pelota;

quien elude su responsabilidad o desvía la atención, tira la pelota afuera;

para enfrentar una crisis, hay que parar la pelota o ponerse la pelota bajo el brazo;

quien hace algo bien, mete un gol, y si lo hace muy bien, un golazo;

quien da una respuesta justa, pone la pelota cortita y al pie;

quien comete deslealtades, ensucia el partido, embarra la cancha, pega de atrás;

quien se equivoca por poquito, pega en el palo;

una buena respuesta es una buena atajada;

quien se descoloca en cualquier situación queda fuera de juego;

quien se equivoca feo se hace un gol en contra;

los niños muy niños están empezando el partido;

los viejos muy viejos están jugando los descuentos;

cuando la mujer echa de casa al marido infiel, le saca tarjeta roja.

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Los uruguayos, pueblo futbolizado, creemos que la patria se acabó en Maracaná.

En el fondo, sospecho, el problema está en que todavía creemos en esta gran mentira impuesta como verdad universal, esta infame ley de nuestro tiempo que nos obliga a ganar para demostrar que tenemos el derecho de existir.

Pero nuestra mayor victoria en el Mundial de 1950 ocurrió después del partido que nos coronó en Maracaná. Nuestro triunfo más alto encarnó en el gesto de Obdulio Varela, el capitán celeste, el caudillo del equipo. Al fin del partido, él huyó del hotel y del festejo. Y se fue a caminar y pasó la noche bebiendo en los bares de Río, callado la boca, de bar en bar, abrazado a los vencidos.

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