› Por Osvaldo Bayer
Acabo de recibir una carta de Córdoba, de Esteban Casadey, con recuerdos de su niñez tucumana. Esa carta dice tal vez más que muchas páginas descriptivas de aquella época de humillación argentina. Dice así: “Soy de Tucumán, allí viví gran parte de mi infancia y de mi adolescencia. Cursé los dos últimos grados de la primaria (años ’76, ’77) en una escuela pública ubicada justo atrás de los monoblocks militares y separada por una calle de la sede del Regimiento 19 de Infantería que comandaba el general genocida Antonio Bussi, en el momento más alto de la represión en la provincia y en el país. Desde la cercanía con dichas instituciones militares, el barrio estaba lleno de patrullas, guardianes, retenes. Por supuesto, el clima no era precisamente de libertad ni mucho menos y quizá por eso y porque la disciplina escolar se relajaba con infantil persistencia, la amenaza repetida por la directora era que ‘los que se porten mal o se peleen serán enviados al regimiento para que sean rapados’. Para reforzar la idea punitiva, oportunamente un suboficial vestido de verde oliva pasó aula por aula haciendo propias las palabras de la dirección. Por supuesto que en lo más íntimo sentía que eso no era posible. Pero llegó el día. Una mañana un par de chicos se trenzaron en una de las típicas peleas que se pactan con la frase: ‘a la salida nos agarramos’. Con celeridad, las maestras tomaron nota de quiénes habían sido los ‘peleadores’ y llevaron sus nombres a la dirección. Al día siguiente, aquel suboficial que había pasado por las aulas esperó a los indisciplinados y se los llevó con él. El resto de los chicos nos quedamos pasmados. Nunca nos hubiéramos imaginado eso. Hora tras hora esperábamos que volvieran aquellos que se habían llevado. Me recuerdo mirando con ansiedad la puerta y en cada recreo esperar verlos. Pero recién cuando la jornada concluía los vimos de nuevo. Con las cabezas casi totalmente peladas y un ridículo pompón sobre la frente. Nunca me voy a olvidar de eso. Como tampoco olvidaré los ojos llenos de odio de uno de los chicos rapados. De golpe, en la escuela me habían dado una lección condensada de qué era el país en esos días. Habíamos vivido como niños las mismas angustias que sufrían miles y miles de argentinos a esa hora. No sabíamos de lo que eran capaces los militares, no teníamos ni idea de cuál era su objetivo, pero el terror nos calaba profundo y a fuego. Quizá no haya sido casualidad entonces que esa escuela pública que se supone debía formarnos como ciudadanos se llame justamente Presidente General Julio Argentino Roca”.
Una síntesis argentina. Un suboficial verde oliva les demostraba a los niños, como supremo juez, lo que era la disciplina. En vez de convencer con la palabra y el ejemplo. El castigo. El mostrarse todopoderoso. Quizá por eso los porteños han votado ahora por quien nos promete más policía. Y la policía estudia en la escuela llamada Coronel Ramón Falcón, el cobarde asesino de obreros del 1º de mayo de 1909. Un ejemplo para los próximos oficiales recibidos. General Julio Argentino Roca, Coronel Ramón Falcón. Lo único que nos falta es que en el futuro tengamos escuelas con los nombres de General Jorge Rafael Videla y Almirante Emilio Massera. ¿Por qué no? Seamos fieles a la tradición: Roca, Falcón, Videla, Massera, Bussi y Patti. ¿O estamos equivocados?
Una pregunta de paso: ¿por qué los docentes aceptan enseñar en colegios que se llaman Roca o Falcón? Para hablar de lo más grosero, y no empezar con otros nombres de notables racistas que figuran en el frente de nuestras escuelas.
Aquí, en Bonn, la ex capital alemana, acabo de visitar la más impresionante exposición histórica a que he asistido en mi vida: “El exilio”. Se trata de mostrar en fotos y documentos lo que fue la expulsión al exterior de miles y miles de personas a partir de 1933 en Alemania, por “razones” raciales y políticas, que en los últimos años de la guerra finalizó con miles y miles llevados a las cámaras de gas por las mismas razones. Todo está allí. En cada sala del museo hay valijas y valijas que se usaban en esos años, como esperando. Allí pusieron los expulsados sus últimas esperanzas después de haber tenido que dejar todo. La tristeza de los rostros en las fotos es indescriptible. Los miles de niños solitarios que buscaron a sus padres entre los miles de expulsados, y no los encontraron. Más de diez mil niños judíos debieron abandonar Alemania en 1938 sin sus padres, porque fueron llevados a Inglaterra. Huérfanos. Huérfanos desolados, miran todo sin entender por qué. Tener que irse del lugar donde nacieron porque a alguien con poder se le ocurrió y fue obedecido por la mayoría. Lo irracional. Lo tremendamente injusto. Y justo al lado, en el Museo de Historia de Bonn está la exposición del año 1945: los alemanes que, perdida la guerra, fueron expulsados de los territorios donde habían vivido por generaciones. Los que expulsaron unos años antes a otros eran expulsados ahora. Las largas filas por los caminos, arrastrando cochecitos con niños y algunas valijas, con la misma tristeza de los que ellos expulsaron. Todas las ciudades destruidas, que debieron reconstruir, por supuesto, las mujeres con sus manos.
Cuando uno ve todos esos rostros se pregunta: ¿por qué tanto irracionalismo en el ser humano? ¿Por qué ese ser humano es capaz de originar tanto dolor? Pero más todavía: ¿acaso hemos aprendido algo de esas espantosas imágenes del ’33 al ’45? Nada. Hoy como ayer, en cada primera hoja de las informaciones, el diario hecho de sangre. ¿Qué significa el dolor para la llamada humanidad? Los bombardeos a ciudades, las bombas en los mercados, los jóvenes que llevan una bomba con su cuerpo para hacerse estallar en mil pedazos y matar lo más posible, casi siempre mujeres y niños. ¿Qué han hecho las religiones para impedir las guerras? Todo lo contrario. Hasta se inventó la palabra “guerra santa”. Las religiones nombran sacerdotes para que atiendan a cada uno de sus ejércitos nacionales. Hasta hay obispos militares. En nombre de Jesús o de cualquier otro dios inventado por el poder de turno. Ayer los diarios alemanes se sacudieron con la noticia de que un padre sirio había matado, en una ciudad alemana, a su hija a trompadas y patadas porque ella había elegido como compañero a un hombre de otra religión. Matar por ser fiel a “dios”, por supuesto matar al más débil. Al poderoso se le rinde pleitesía. (Es interesante lo ocurrido hace pocos días en Alemania: las organizaciones de turcos inmigrantes no concurrieron al Congreso de Integración, organizado por el gobierno alemán, porque señalan que hay disposiciones racistas, por ejemplo, que los familiares de turcos que llegan a su nuevo país deben tener conocimientos del idioma alemán. Cosa que no se exige, por ejemplo, a los norteamericanos o a los japoneses. Sí, tienen razón, pero por otro lado, desde hace casi cien años, los turcos se niegan a reconocer uno de los crímenes más atroces de la historia de la humanidad: el genocidio de los armenios a partir de 1915, donde cayeron un millón y medio de hombres, mujeres y niños.) No, esto último, al parecer, no fue racismo para los turcos.) Mañana habrá elecciones en Turquía. El país, de casi 73 millones de habitantes, elegirá entre un partido pro-musulmán, que está ahora en el gobierno, y un partido pro-militarista. El primero es el partido de los pobres, sí, conservador; el segundo es un partido de la gente de dinero, que sueña hacer de Turquía una potencia nacional. ¿Progreso? No, más policía, eso sí, por ambos lados.
Ninguna iglesia proclamó que el fabricar o vender armas es un pecado de lesa humanidad. Ni tampoco ningún gobierno proclamó que el fabricar armas o venderlas es un crimen de lesa humanidad. No, los negocios siguen y las bombas caen por todos lados, como si fuese una costumbre nacida con la mente humana.
La palabra es lo único que nos queda. Y la escuela. Por eso nunca más hay que permitir que se meta un suboficial verde oliva en una escuela para pelar a bocha a nuestros niños.
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