Dom 22.07.2007

CONTRATAPA

Pasa y pasa

› Por Juan Gelman

Los medios más importantes de EE.UU., los demócratas, los republicanos, no ahorran elogios a los efectivos norteamericanos que combaten en Irak. Las torturas en la prisión de Abu Ghraib fueron producto de alguna “manzana podrida” que nunca falta en un cajón, como dijera la Casa Blanca cuando saltó el escándalo. La contaminación se ha extendido más de lo que pareciera: una larga investigación de los periodistas Chris Hedges, premio Pulitzer 2002 por su cobertura del terrorismo mundial, y Laila Al-Arian, colaboradora de UPI, The New York Times y otros periódicos, permite aseverar que la cifra de 600.000 civiles iraquíes muertos por los ocupantes no es exagerada.

Hedges y Al-Arian entrevistaron en los últimos meses a 50 militares, marines y marineros veteranos de la guerra de Irak, de capitán para abajo. “Decenas de ellos asistieron a la muerte de civiles iraquíes, de niños incluso, por fuego norteamericano. Algunos participaron en esas muertes... muchos dijeron que esos actos fueron perpetrados por una minoría. Sin embargo, los describieron como algo corriente y dijeron que a menudo ni siquiera son registrados y casi nunca, castigados”, señalan los dos periodistas (The Nation, número que aparecerá el 30-7-07). “Físicamente, es imposible llevar a cabo una investigación cada vez que un civil es herido o muerto porque sucede con mucha frecuencia y habría que dedicar todo el tiempo a hacerlo”, manifestó el teniente de la reserva Jonathan Morgenstein, que sirvió con los marines de agosto del 2004 a marzo del 2005. Como declara Jeff Englehart, que combatió durante un año, desde febrero del 2004, en la 3ª brigada de la 1ª división de Infantería: “Supongo que, cuando estuve allí, la actitud general era ‘un iraquí muerto es nada más que un iraquí muerto. ¿Y qué’”. Opinión que seguramente no comparten los familiares del muerto.

Estos militares carecían de entrenamiento en contrainsurgencia y las pautas del mando acerca de la necesaria distinción entre civiles y terroristas y/o insurgentes iraquíes fueron siempre borrosas. Patrick Resta, un guardia nacional de Filadelfia que combatió nueve meses desde marzo del 2004, recuerda que el jefe de pelotón les dijo: “Las Convenciones de Ginebra no existen para nada en Irak, y eso está escrito si quieren verlo”. Muchos regresan mutilados física y espiritualmente y en casa reflexionan: “Al encontrarnos con otros veteranos parece que la culpa se instala realmente, echa entonces raíces”, confiesa Englehart. El sargento Timothy John Westphal relata el allanamiento de una casa al frente de 44 efectivos, refiere el terror de sus habitantes y agrega: “Recuerdo que pensé que había aterrorizado a alguien sirviendo a la bandera estadounidense”.

“Nuestra impotencia para responder a los que nos atacaban llevó a la aplicación de tácticas que parecían simplemente destinadas a castigar a la población local”, afirma el sargento Camilo Mejía. Esa impotencia y el miedo a la muerte recorta la humanidad de las tropas. “Sentí que mi compasión por la gente se reducía enormemente. Lo único que importaba era yo mismo y los compañeros con los que estaba, y al diablo todos los demás”, confiesa el sargento Ben Flanders. “Muchos opinaban que si ellos no hablan inglés y tienen la piel más oscura, no son tan humanos como nosotros, así que podemos hacer lo que queremos”, resume el especialista Josh Middleton.

Por ejemplo: aplastar a un niño de 10 años con el camión de un convoy, ametrallar a los automóviles que pasan por los retenes sin detenerse porque están insuficientemente señalados o asesinar a civiles inermes –niños incluso– y detener a los que sobreviven a las matanzas. Los veteranos indican que se parte del presupuesto de que la mayoría de los civiles iraquíes son hostiles, pero que rara vez encuentran armas prohibidas en los allanamientos nocturnos y sorpresivos. El especialista Philip Chrystal bromeaba con eso: llamaba por radio al comando e informaba “Habla Lima 31. Sí, encontré aquí las armas de destrucción masiva”.

Los entrevistados por Hedges y Al-Arian manifiestan que la mayoría de los civiles iraquíes detenidos –se estima que son unos 60.000– son inocentes o culpables de delitos menores. “Vestían indumentaria árabe y calzaban botas de tipo militar, se los consideraba combatientes enemigos, los esposaban y a la cárcel –declara el sargento Jesús Bocanegra–. Deteníamos a cualquiera en edad militar, cualquiera de 15 a 30 años era un sospechoso.” Y el racismo: “Era muy común que los soldados estadounidenses se burlaran de los iraquíes llamándolos jinetes de camello o negros del desierto”, indica Englehart. Ese lenguaje los convierte en nadie, ya no son personas, son objetos, destacan varios veteranos. ¿Qué importan, entonces, 600.000 civiles iraquíes muertos? Son iraquíes muertos, nada más.

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