Lun 27.08.2007

CONTRATAPA

Devolverlos

› Por Sandra Russo

La primera vocación que creí tener fue la sociología. Me inscribí en un año desafortunado, 1976, y ya he relatado en alguna oportunidad la sórdida experiencia que fueron esos pocos meses, tratando de saber qué materias uno estaba cursando o quién era el profesor titular: eso sucedía mientras las Fuerzas Armadas tomaban las primeras medidas, que incluían la desaparición de gran parte del cuerpo docente de esa carrera.

De todos modos, yo ya había descubierto que algo insoportable se interponía entre la sociología y yo: las estadísticas. Sintetizando, a mí la única parte que realmente me interesaba de lo que la sociología podía ofrecerme era la cualitativa. Podía comprender racionalmente el valor de lo cuantitativo, pero, ¿estudiar eso?

En periodismo solemos usar las estadísticas como una de las cosas que son: un cuadro de situación, una herramienta para poner en caja un tema, una prueba de alguna verdad que puede escapársele al sentido común, una prueba de que a veces el sentido común está manipulado desde otro lugar que no es la propia experiencia ni lo que el individuo opina en virtud de las experiencias de quienes lo rodean.

Pero las estadísticas, desde que decliné internarme en su estudio hasta ahora, han aumentado su status y su honra. La estadística suele ser presentada como una última palabra, algo que es capaz de dirimir, garantizar o desmentir cualquier cosa que se diga.

Más allá y sin poder dejar de mencionarlo, el escándalo del Indec tiene esa envergadura: sea cual fuere la verdad de sus entretelones, el falseamiento de una estadística oficial tendría ese vicio moral: un Estado nunca puede presentarse refrendando una estadística o un índice falseados, porque eso equivale a mentir. Esto último es rigurosamente cierto, pero cobra una dimensión potenciada por la idea general de que las estadísticas son las que guardan la verdad verdadera, esa que es imposible percibir desde uno mismo. Las estadísticas, también por eso, incluyen por sí mismas una idea de país, un colectivo que se ignora a sí mismo y sólo puede reconstruir su imagen en el espejo partido de esos números.

El otro día salía de Canal 7 de hacer un programa sobre inmigrantes ilegales. Había estado como invitada la escritora Matilde Sánchez y habíamos presentado un largo informe del antropólogo Alejandro Grimson, probablemente uno de los intelectuales argentinos que con más claridad han pensado el tema de los inmigrantes ilegales en la Argentina. Grimson había dado varios ejemplos mundiales de cómo las leyes restrictivas con la inmigración lo único que logran es acelerarla, y cómo funcionan subrepticiamente los prejuicios y los juicios discriminatorios hacia los indocumentados. Esta palabra resultó clave en la reflexión sobre este tema: indocumentados. Se prefiere llamar a los extranjeros, en todas partes, inmigrantes ilegales, porque esa expresión hace recaer el peso de la identidad en el extranjero. La palabra indocumentado, en cambio, interpela al Estado.

Decía que salía del canal de hablar de todo esto, y me tomé un taxi. Manejaba un hombre mayor con boina y aspecto de abuelo perfecto. Tenía una teoría sobre los arrebatadores que había elaborado lentamente:

–Primero se le acercan –me dijo.

En el asiento de atrás yo me preguntaba cómo es posible que un arrebatador le arrebate a alguien algo sin acercársele, pero el señor quería desahogarse, y me contó que una vez él venía de vender una casita y tenía los dólares en la cintura, pero había dejado mil en su billetera. Se metió en un bar a tomar café y a leer el diario. Dijo que incluso (¡incluso!) tomó el recaudo de poner delante de sí la billetera, para no perderla de vista. Y se puso a leer el diario. Dijo que se acercó un chico a dejar sobre la mesa un reloj de los que vendía. Y a que no sabe qué pasó, señora: me leo todo el diario, y cuando lo bajo, la billetera no estaba, ¿se da cuenta?

Los taxistas me irritan, pero éste era un poco ingenuo y además qué mala leche que te afanen la billetera cuando tenés mil dólares. Y así estábamos cuando la charla derivó hacia los peruanos, y el hombre mayor me dijo, con total seguridad y templanza en la voz:

–El 90 por ciento de los delitos que se cometen en la ciudad los hacen los inmigrantes. Uno les da la mano, y ellos mire cómo actúan, señora.

No le pregunté de dónde sacó esa estadística delirante, porque estaba dispuesta a escuchar al buen hombre, no a desafiliarlo de la estupidez. El hombre mayor siguió hablando hasta que llegamos a destino, y mientras se daba vuelta para darme las monedas del cambio, y sin que hubiéramos vuelto a hablar del tema de los inmigrantes latinoamericanos en las últimas veinte cuadras, sonrió con su cara de abuelo perfecto, y dijo:

–Va a haber que devolverlos a todos, señora. Qué va a hacer.

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