› Por Adrián Paenza
¿Usted sabe manejar? Si sabe, en algún momento tuvo que pasar la tortura del aprendizaje. Si no sabe, igual va a entender el ejemplo que sigue, porque lo va a relacionar con alguna otra cosa. Sígame por acá.
Cuando alguien nos enseña a manejar, uno parece incoordinado, con problemas motores, con dificultades para retener lo que se nos dice: mirar para atrás, poner primera, mirar para los dos costados, ir acelerando con el embrague apretado, ir soltando el embrague, coordinar ambos movimientos de modo tal que el auto no corcovee, o se plante, no soltar las manos del volante, mirar para adelante ahora y encima, cuando ya todo parece que funciona... ¡Hay que poner segunda!
¿Cómo segunda? Y todo lo que me costó lo del principio... ¿ya no sirve más?... Eso sin contar los escandalosos gritos de quien está al lado en el supuesto papel de copiloto/entrenador.
Sin embargo, por más que haya dificultades, por más trabas que aparezcan en el camino, ¡el premio lo vale! Es decir, uno quiere aprender a manejar, porque vale la pena. Es mejor sabe manejar que no saber.
De la misma forma, uno quiere aprender a usar una computadora, a navegar en Internet, a bajar música para un i-pod, a manejar un dvd-player o desarrollar la destreza necesaria con un videojuego o una filmadora... O si usted quiere, cualquier aparato o artefacto electrónico, que requiera de cierta actividad intelectual y/o habilidad manual (usted agregue cualquiera de los ejemplos que me faltan a mí).
Pero en cada uno de esos casos, hay un objetivo que uno quiere cumplir. Uno sufre el proceso de aprendizaje, se frustra un poco (o un mucho), pero: “uno quiere”. Y punto. El resto poco importa.
¡Y ésta es la clave de lo que pasa con la matemática! Uno no quiere hacer el esfuerzo, o mejor dicho, no quiere hacer ningún esfuerzo, porque no entiende ni por qué ni para qué habría de valer la pena hacerlo.
¿Qué es lo que hay del otro lado del camino para que valga la pena invertir tiempo, esfuerzo y mala sangre? Y la respuesta es, que como “uno no ve” la potencial ganancia, uno no está dispuesto a hacer ningún esfuerzo, ni tolerar ninguna frustración.
En general, la matemática que se enseña en las escuelas y colegios no seduce a nadie.
Es como si nos obligaran a querer lo que no queremos. Y por eso la rebelión de los jóvenes, que se resisten y la rechazan. ¿Acaso no le pasó lo mismo a usted?
Nadie (en su sano juicio) quiere aprender nada si no entiende que al final del camino hay algo que lo mejore, lo capacite, le agregue alguna destreza que no tiene o bien le permita disfrutar más de la vida.
Cuando está en el proceso de aprendizaje de cualquier actividad, uno repite las reglas en forma automática, con miedo a equivocarse y respetando “todos los semáforos”, sin creatividad: uno es sólo un “repetidor”. Con el tiempo, con la experiencia, con la práctica, uno se permite ya no tener que mirar el teclado mientras escribe, ni prestar atención al embrague cuando maneja, ni a los escalones cuando sube o baja una escalera, o a mantener el equilibrio cuando maneja una bicicleta, etc. Si bien no soy cirujano, intuyo que no es lo mismo operar el primer corazón o el primer cerebro que el número cien. No es lo mismo enfrentar una cámara con millones de personas mirando por primera vez un programa en vivo, que hacerlo en la décima temporada ininterrumpida. Ni hacer aterrizar un jumbo con 400 pasajeros después de una década de hacerlo sistemáticamente. La experiencia permite que uno pueda crear, hacer piruetas en el aire, porque esa misma experiencia es la que provee la red que nos hace valientes.
Uno pone un gran esfuerzo para aprender a leer y a escribir, pero ese esfuerzo a la larga paga. Uno se reconoce mejor si es “alfabeto” que si no lo es. Y eso se entiende bien y, en todo caso, si no lo entiende uno, lo entienden los padres, los mismos padres que se frustraron también cuando les tocó a ellos el turno del “sufrimiento matemático”.
La matemática no cuenta con adeptos porque uno nunca logra atravesar la etapa de los palotes o de las letras, uno nunca llega a los poemas, a las novelas, a las historias de princesas o a la ciencia ficción. En definitiva, uno nunca llega al punto de poder usar su creatividad.
No parece haber nada por hacer, parece que todo está contestado, todo está dicho... y no sólo no es así, sino que todo lo que hay por descubrir o inventar es de un volumen increíble.
Miles de matemáticos en todo el mundo piensan problemas cuya solución se ignora, y no sólo hoy, sino que hay preguntas que se plantearon hace 400 años y no se sabe aún qué decir sobre ellas. Y a esos problemas llegan a acceder muy poquitas personas ¡en el mundo!
Es hora, entonces, de buscar diferentes maneras de seducir y de mostrar que “el mundo del revés” que contiene princesas, panteras rosas y pájaros locos está de este lado también. Del de la matemática, digo.
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