› Por Juan Gelman
El 31 de agosto de 1997, el Mercedes que transportaba a la princesa Diana y al millonario egipcio Dodi al Fayed se empotró en un pilar del túnel que pasa debajo del Puente de Alma en París. Ambos fallecieron, también el chofer, Henri Paul, y sólo no perdió la vida el guardaespaldas de Dodi, Trevor Rees-Jones. A casi 10 años del hecho, Lord Stevens presentó finalmente las 800 páginas del informe que se le encargara para echar luz sobre lo acontecido. Sus conclusiones: se trató de “un trágico accidente”, el automóvil viajaba a velocidad excesiva, la culpa fue del conductor, que había ingerido demasiado alcohol, y no de los paparazzi que perseguían el vehículo. Esta es la tesis oficial de los gobiernos británico y francés y a ella se atienen no pocos documentales o películas de casi ficción como La muerte de Lady Di, que el Discovery Channel proyectó el domingo 26. El día anterior, France 3 daba a conocer Diana y los fantasmas del Alma, un documental bien diferente, dirigido por Francis Gillery.
Gillery cuestiona tanto la versión oficial como la hipótesis del complot en la que insiste el padre de Dodi, el multimillonario Mohammed al Fayed –dueño de la cadena Harrod’s pero rico sobre todo por el mismo comercio que practicaba su hijo, la venta de armas–, convencido de que la Corona no iba a permitir que Diana se casara con un árabe. El documental sugiere que no hubo accidente sino crimen y que el objetivo podría haber sido Dodi –tal vez por sórdidas razones de negocios–, una muerte oscurecida y aun borrada por el magnetismo mediático de Diana y el cariño que le tenía –y le tiene– el pueblo inglés. Tampoco esto interesa centralmente a Gillery. Tras siete años de investigación concluye que tanto el silencio francés como el relato británico obedecerían a los imperativos del secreto de Estado. Buceó en papeles, interrogó a testigos y descubrió cosas. Raras.
Gillery había evocado años atrás en Lady Died –un libro primero, luego un documental– la conversación que sostuvieron en París James Andanson, el fotógrafo preferido de Diana, y Frédéric Dard, el escritor más leído de Francia, inventor del comisario San-Antonio y autor de cuentos, dramas y novelas policiales. Andanson circulaba por el túnel del Alma cuando se produjo el hecho, se acercó, tomó fotos y observó detalles que comentó con su amigo en la comida que éste le ofreció en su casa. Andanson habría sido suicidado a comienzos de mayo del 2000: su BMW negro apareció incendiado en un bosquecito del sur de Francia y lo curioso es que no habría aparecido el cuerpo carbonizado, como suele suceder, sólo cenizas y huesitos. Hubo filtraciones a los medios que explicaban el “suicidio”: que el fotógrafo se había matado al descubrir la infidelidad de su mujer, o que su vinculación con el M16 británico y los servicios franceses le había traído la desgracia. Lo primero lo desvinculaba de cualquier relación con la muerte de Diana. Lo segundo, todo lo contrario. A continuación, y sólo un mes después, falleció Dard. Casualidades son casualidades.
Una instancia judicial interrogó durante horas a la viuda y a la hija de Dard, presentes en la conversación de marras, primero por separado, luego juntas. “Como mantenían su testimonio, fueron acosadas hasta que les hicieron decir que se habían levantado de la mesa para servir los platos y que tal vez habían entendido mal la conversación. Sin embargo, los Dard tenían meseros”, relató Gillery en una entrevista reciente que otorgó al periodista y escritor Thierry Meyssan, presidente del Réseau Voltaire. No hay por qué pensar mal: nada impide que se ayude al personal de servicio, aunque la conversación sea muy interesante.
Gillery subrayó otros hechos: en el legajo judicial francés no figuran las investigaciones de los servicios del primer ministro de entonces, el socialista Lionel Jospin, ni las de la brigada antiterrorista. No hubo autopsia del cadáver de Dodi: se partió del presupuesto de que era un accidente. Nunca se localizó al Fiat 1 blanco –ni a su dueño– cuya lentitud en el túnel habría provocado la maniobra fatal. Dodi no estaba paseando por París –como se dijo–, concurría a una cita de negocios. Los resultados del análisis de sangre del conductor, Henri Paul, son dudosos: además de alcohol, se detectó una cantidad de monóxido de carbono “que no le habría permitido estar de pie y todavía menos conducir un vehículo”. No sería su sangre la que se analizó, propone Gillery. Un segundo análisis realizado días después arrojó los mismos resultados, “lo cual es aún más ridículo, pues el índice de alcoholemia tendría que haber variado con el tiempo”. Ni en los análisis de sangre se puede ya creer.
Henri Paul era jefe de seguridad del Hotel Ritz en el que la pareja se alojaba. Según la policía británica, había sido informante de los servicios de inteligencia franceses y poco antes de morir depositó mucho dinero en una de sus 15 cuentas bancarias. Otro misterio que no aborda el informe británico oficial. Se limita a mencionar que el conductor perdió el control del auto, pero no explica la razón. “Era importante analizar la caja eléctrica –señala Gillery– y en el informe se asegura que todo estaba en muy mal estado y que no se podía examinar. Evidentemente, no es creíble en el caso de la caja.” A su juicio, Lord Stevens –ex comisionado de la Policía Metropolitana agraciado con el título de barón de Kirkwhelpington en 2005, en plena preparación del informe– descartó los hechos discordantes con la versión buscada y no ahondó en los que no podía descartar. Y guarda silencio Trevor Rees-Jones, guardaespaldas que fuera de Dodi y único testigo de la tragedia: afirma que la amnesia le impide recordar lo sucedido.
Todos estos elementos llevan al cineasta y escritor francés a manifestar que su empeño no sólo comprueba nuevamente la existencia del secreto de Estado: es, en el caso Diana, “un estudio del mecanismo de la mentira de Estado. Solo y sin recursos, logré reunir mucha información –apunta–. No puedo creer que Scotland Yard, con una decena de investigadores dedicados al tema a jornada completa y con los medios considerables de que dispone, no la haya obtenido en tres años de pesquisa”. Francis Gillery revela cómo se fabrica un secreto de Estado. Le resultó posible –con mucho trabajo, claro– porque tres personas pueden guardar un secreto sólo si dos de ellas están muertas, pensó Benjamin Franklin.
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