Dom 02.09.2007

CONTRATAPA

Lo imborrable

› Por Juan Sasturain

En estos días, en la primera semana de septiembre más precisamente, ciertas imágenes –ya convertidas en iconos argentinos– saturarán los medios memoriosos o hasta ahora desmemoriados que, alimentados por escritores y periodistas, y subalimentados por Internet, recordarán que se cumplen los cincuenta años de la aparición de El Eternauta, mito creciente. Y en todos los planos se reproducirá –como ya sucedió en julio, cuando la nieve improvisó sobre Baires– la imagen del perplejo Juan Salvo enfundado en traje de hule con visor de hombre rana, un filtro tosco ante la boca y un fusil al hombro bajo los copos mortales que no lo matarán.

Es increíble esa imagen, a la que nos hemos acostumbrado y no nos extraña ya. Incluso hay versiones del personaje con apostura más o menos épica: la marcha de Salvo con el paso firme y la mirada fija al frente, como si tuviera puesto un uniforme. Pero en principio no era / es muy así. Porque en realidad –si se la analiza con atención– la imagen original del que será alguna vez El Eternauta tiene algo o mucho de patética, de ridícula incluso. Se trata de un hombre vestido con indumentaria casera, confección improvisada con lo que había a mano y podía ser funcional para resolver la emergencia –como la pilcha de Robinson, solito al sol– o para vestir en la ilusoria ocasión de vivir lo soñado –como la de Don Quijote al salir al camino–. Es la imagen de un hombre nada heroico sino apenas torpemente protegido, un disfrazado, un grotesco buzo de superficie, armado con lo que había ahí en casa, transpirando bajo el traje por el calor y –sobre todo– por el miedo.

Ya habría tiempo y espacio para la épica a lo largo de la historia / historieta, pero no en ese primer momento, cuando la figurita de Juan recortada en negro de espaldas contra el blanco de la puerta abierta y la intemperie salió al jardín del chalet sin saber si le pasaría lo mismo que al pobre Polski, muerto, tendido ahí nomás, juntando frío.

Es innegable que esta apoteosis actual de El Eternauta está asociada naturalmente al recuerdo de Héctor Germán Oesterheld –creador de la historia y desaparecido de la Dictadura hace treinta años– pero también es cierto que lo que se pondrá una vez más ante los ojos de los lectores argentinos es obra de Francisco Solano López, el dibujante del mito. El sabio pincel entintado de Solano es copartícipe necesario de la condición inolvidable de los personajes, de su soberana carnadura y responsable absoluto de la soberbia puesta en calle y contexto cotidiano de la aventura. Durante dos años Solano pasó a tinta china sobre papel blanco gente verdadera en un escenario elocuente y reconocible. Todo eso que dibujó, incluso los monstruos invasores, era cierto. Sigue siéndolo. Es literalmente imborrable.

Con algo de clásico de salida, autor de una obra maestra casi en el comienzo de su carrera –apenas se aproximaba a cumplir treinta por entonces–, Solano siguió dibujando siempre y mucho, ya con El Eternauta puesto. Y sigue hasta hoy. Soberbio artesano, en ese largo trayecto nunca dio volantazos estilísticos pero sí controlados virajes en las posibilidades de su expresividad; sobre todo a partir del cambio de instrumento, elegido a la medida de los desafíos que le pedían algo más que la destreza de la aplicación mecánica de lo sabido y probado.

Así, a mediados de los setenta Solano abandonó de momento el pincel y adoptó “la rotring” –el estilógrafo que renovó las posibilidades del “pasado a tinta” como alternativa de la pluma– para elaborar una serie de obras maestras absolutas, las durísimas e inolvidables Historias tristes, sobre guiones de su hijo Gabriel, realizadas con esa minuciosa técnica. Fue algo así como un salto hacia adelante, una apropiación tecnológica con la que hizo diferencia. Y el resultado expresivo, excepcional; la artesanía devino maestría.

Siempre en términos de técnica, valdría la pena ahora llamar la atención sobre una tercera zona, menos conocida o frecuentada de su obra. Son un par de trabajos de adaptación literaria publicados durante la década siguiente –hace poco más de veinte años exactamente– en la revista Fierro de entonces, para la serie La Argentina en pedazos: Operación Masacre, de Rodolfo Walsh en versión de Omar Panosetti, y Cabecita negra, de Germán Rozenmacher, guionada por Eugenio Mandrini. En ambos casos, Solano López recurrió –por primera y acaso única vez– a una técnica clásica, el lápiz.

El lápiz es para los autores de historietas, y acaso para los dibujantes o plásticos en general, el primer paso de la realización del trabajo, el lugar del boceto, de la “puesta en página”. Se supone que el lápiz es el instrumento idóneo para el apunte inicial, el borrador en que los detalles no importan porque su función es apenas determinar la distribución de los elementos, el plantado de las figuras, la apropiación y copamiento espacial del papel. El dibujo a lápiz es así un dibujo de prueba y tentativa, “amistoso” en el sentido de que todavía no se juega nada. Es lo que aún puede ser borrado y está hecho con esa salvedad, tiene esa libertad o soltura de lo modificable, de lo no definitivo, de lo que incluso se corrige por contigüidad, por aproximación. Es un lugar que se supone más distendido, en oposición a la tinta, presumida irreversible.

Esa condición provisoria del lápiz, su aparente dependencia de una realización definitiva posterior de mayor jerarquía, tiene, sin embargo, otro matiz y sentido cuando el grafito se asume en lo que genéticamente es desde el inicio: primer instrumento, medio soberano con pleno derecho y responsabilidad terminal. Y puesto en esa instancia el lápiz es terriblemente revelador, alevosamente “sincero”, revela al dibujante: grandeza y miseria, la espontaneidad de la línea y el trabajo de las texturas. Calidez, intimidad, comunicación genuina, no mediatizada... El lápiz es lo que está más cerca de la mano, lo más directo. Después de todo, la tinta tiene que ver con las necesidades de la claridad para mejorar la impresión. El lápiz es para ver así, se piensa original. Cuando el lápiz llega para quedarse, elabora la forma y la modela con una intensidad a la que no aspira cuando se lo “tapa” con tinta. El lápiz solo no permite ni quiere mentir.

Simplificando, tendiendo líneas, podemos decir que Solano usó el pincel para la aventura, se metió con la rotring para desmenuzar intimidades subjetivas y optó por el lápiz cuando tuvo que contar otras cosas, decir / mostrar la verdad, cuando quiso que se sintiera que no mentía ni inventaba ni monologaba, digamos: la reconstrucción íntima de climas y personajes, los hechos, la historia. Y no cualquiera: la historia argentina contemporánea. La trágica historia de la Argentina contemporánea que se hace un nudo en Operación Masacre, que se hace metáfora definitiva en el cuento de Rozenmacher.

Nadie ha dibujado mejor que Solano a los argentinos de a pie, a los provincianos aporteñados, a los hombres y mujeres de la ciudad y los suburbios. Y si nos dio el muestreo ejemplar que puebla El Eternauta –los amigos, los soldados, los hombres robots–, si pobló las calles de gente de carne y hueso en Evaristo –chorros, marginales, policías, desesperados, minas tiernas más o menos raídas–, en ninguna otra parte dibujó mejor esos tipos que no son tales, estos hombres con nombre y apellido, identidad y clase, que en estas versiones a lápiz. La noche helada y los bigotes militares; el pelo oscuro, las caras de esos muchachos y el camión que ronronea con luz vacilante en el descampado. Solano ha elegido el lápiz para poder –paradójicamente– dibujar lo imborrable.

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