Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
DOS
Todo parece indicar que cada vez hablaremos más del tiempo. Ya no como
excusa para abrir o cerrar una brevísima conversación, ya no como
metáfora útil –la primavera de la vida, el ardiente verano,
la madurez otoñal o el invierno de nuestro descontento– sino como
el Gran Tema, que nos incluirá a todos, el castigo a tanto crimen, la
revancha de aquel que se cansó de aguantar y ahora contrataca con todo
lo que tiene.
Ahí están esas imágenes en los noticieros del mundo: la
cólera torrencial del Danubio, del Elba, del Moldava. Ríos europeos
cansados de su condición de atractivo turístico y que ahora arrasan
las románticas ciudades que alguna vez se asomaron a sus márgenes
y que ahora descubren, sorprendidas, que nadie les había enseñado
a nadar y que por eso se hunden, se ahogan. Nada más extraño que
ver mojado lo que uno vio seco y ahí estaban, en mi televisor, la Praga
y la Budapest por las que caminé hace poco más que un año
y que de pronto se mostraban intransitables, líquidas: monumentos y palacios
y zoológicos bajo las aguas como en esas novelas climáticas de
J. G. Ballard ahoras traducidas a non-fiction en un tan apasionante como desesperado
boletín de Naciones Unidas titulado Perspectivas del Medio Ambiente Mundial.
Después, de ahí, salto a los polos desde los que se desprenden
enormes masas de hielo, inundaciones en México, el Nilo emigrando a Estados
Unidos en el nombre de una fiebre mortal y mosquitera que no debería
estar ahí, las lluvias en Nepal, las crecidas en Rusia, el canciller
alemán asegurando que ésta es la más grande catástrofe
europea desde la Segunda Guerra Mortal y la sección del pronóstico
meteorológico –la más importante del asunto, no en vano siempre
es la última noticia– mostrando mapas, flechas, el ojo negro del
agujero de ozono, la cantidad de minutos (quince máximo) que se puede
estar expuesto a los rayos y centellas de un solo justiciero, la cúpula
celeste del efecto invernadero, incendios forestales, sequías en Africa,
el tránsito ominoso de una nube tóxica bailando en los cielos
de Oriente y que duerman, porque mañana ya pueden estar ardiendo, una
vez más, los bombardeados pozos petroleros de Irak.
TRES La cosa está clara, la cosa es así y el ser humano –esa especie inteligente que vive preocupada por cuestiones como la interna peronista, el paradero de Bin Laden, la salud del Papa, la inocencia o culpabilidad de Winona Ryder– se las ha arreglado en menos de un siglo para deshacer aquello que funcionaba bien desde el principio de los tiempos y hacer eso que ni el organismo más bruto pensaría en hacer: cagar donde se vive. La tormenta perfecta que ha arrasado a buena parte de Europa durante los últimos días no es lógica, no estaba en los planes, no corresponde, como no correspondía tal volumen de dióxido de carbono en la atmósfera, pero qué le vamos a hacer. Así y ahora la interesante paradoja espacio-temporal donde se nos advierte que, para arreglar el desmadre del siglo XX necesitaremos –si, incluido el siempre renuente Estados Unidos a la hora de firmar pactos medioambientales, decidimos portarnos bien todos juntos y al mismo tiempo– algo así como un milenio para recuperar los límpidos y cielos y los arrulladores ríos del siglo XIX.
CUATRO La idea del desastre natural es, por supuesto, muy anterior a esta realidad y ya aparece en textos primigenios y en toda leyenda respetable.No hay hombre sin cataclismo y cortesía de un cataclismo cósmico surgió la vida en la Tierra, se extinguieron los dinosaurios y –todo parece indicarlo– nos iremos para siempre. Lo triste –lo sórdido– es que nosotros hemos sido los aplicados diseñadores de nuestro propio exterminio y (si ese objeto celeste recientemente detectado por telescopios no choca antes contra la Tierra hacia el 2017) está claro que lo nuestro no será muerte natural, ni asesinato, ni enfermedad rara. Lo nuestro será suicidio. Los científicos se esfuerzan por descubrir cómo llevar al ser humano a los doscientos años de vida. El problema a resolver es otro: a dónde va a vivir ese pobre tipo. Y, por si les interesa –en la media hora que me llevó escribir esta contratapa– los cielos de Barcelona pasaron de estar azules a descargar una bíblica tormenta de granizo. Ahora sopla un viento fuerte y –más allá de lo que asegure el Weather Channel, y como cantaba John Lennon– mañana nunca se sabe.
CINCO Mientras
tanto y hasta entonces, aquí estamos: hablando del tiempo mientras esas
aguas de las que surgimos hace milenios suben y suben para reclamarnos, justicieras
y decepcionadas, por el mal trato que les hemos dado y por no obedecer ese ausente
aunque obvio mandamiento donde se nos sugiere honrar el sitio en que nacemos,
vivimos y morimos. Tanto tiempo hablando del tiempo para hacer tiempo mientras
nos mirábamos el ombligo y, ahora, al fin y por fin, llega el tiempo
en que otra vez, como al principio de los tiempos, volvemos a hablar del tiempo
como corresponde: de rodillas y –premio condena– mirando hacia arriba.
Todo el tiempo. “La vida es un río que fluye”, asegura un refrán
zen.
La muerte, parece, también.
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