› Por Leonardo Moledo
Cuando Newton construyó el universo para beneficio y disfrute de los doscientos años siguientes, y para que todas las ciencias tuvieran como ideal parecerse a lo que él había hecho, dejó pendiente (o quizá se le escapó) algo que venía desde las épocas de Aristóteles.
En efecto, para Newton había un espacio inmóvil y en reposo absoluto, que poco más tarde los científicos se encargaron de llenar de éter, una sustancia impalpable, intocable, atravesable, inodora, insípida, pero que llegó a figurar en la tabla de elementos de Lavoisier.
El éter tenía una función indelegable; ni más ni menos, servir de soporte para que vibrara la luz, cuando (a pesar de Newton y su autoridad) se impuso la teoría ondulatoria de la luz de Young y Fresnel, y que en el siglo de Newton habían adelantado Huygens y el infaltable Hooke, siempre a pasos de la verdad, siempre con su genio listo, y que no goza de mayor fama debido al odio sin medida que le profesó Newton.
El éter, pues, estaba en reposo absoluto en un espacio total que también estaba en reposo absoluto; noten amigos, el éter había sido ni más ni menos que un invento de Aristóteles que llenaba el espacio supralunar, formaba las esferas, el sol, la luna y las estrellas y todo lo formable por encima de la órbita de la luna.
Claro que los científicos de los siglos XVII, XVIII y XIX no llegaron a tanto; para ellos la misión del éter era quedarse quietecito, y dejar que la luz vagara por él.
Pero, pero... El éter tenía extrañas propiedades: por un lado debía quedarse quietecito y ser impalpable e impermeable, y por el otro debía poder ser atravesado por los planetas en sus órbitas sin perturbaciones. Aquí había problemas, y Stokes elaboró una teoría del éter en la que éste se comportaba a veces como un sólido cuando era necesario. Las hipótesis ad hoc siempre están listas cuando hacen falta.
El éter del siglo XIX era una exquisita sustancia que nadie había visto, que no se podía “captar” sino por sus propiedades, como el alcahesto de Van Helmont, ese disolvente universal que transformaba cualquier sustancia en agua primitiva (“¿y en qué vasija lo guardaremos entonces?”, decían algunos, ya que la disolvería inmediatamente).
Y además, dos científicos norteamericanos tuvieron la mala idea de medir la velocidad del éter cuando, rauda, la Tierra lo atravesaba. Calculaban estos buenos señores (Michelson y Morley, para más datos) que un rayo de luz debería ser retrasado por el chorro de éter que nuestro buen planeta dejaría en su raudo viajar por los cielos etéreos.
No me voy a poner a describir el aparato que usaron porque da bastante trabajo, pero lo cierto es que ni Michelson ni Morley encontraron rastros de éter ni de chorro de éter ni de retraso de la luz, aunque el experimento se repitió una y otra vez.
El éter peligraba, desde ya, y con el éter ese absoluto que venía desde el bueno de Aristóteles, que lo explicó todo, y todo lo explicó mal, a pesar de lo cual es uno de los genios científicos más grandes que hayamos conocido (bueno, hayamos conocido no, que existieron, ya que no creo que ningún lector de Página/12 tenga tal privilegio).
Y entonces, en 1905, Einstein publicó la Teoría de la Relatividad y asestó al éter un golpe mortal en la primera página, y lo despachó con una sola frase: “La idea de un éter en reposo absoluto se mostrará superflua”. Y en cuento al espacio en reposo absoluto de Newton: “Puesto que la idea que se va a desarrollar aquí no requerirá de un espacio absoluto dotado de propiedades especiales”.
Adiós al éter y al espacio absoluto que, una vez aceptada la teoría, fueron a parar al desván de las cosas viejas. Adiós pues al éter y al espacio absoluto, que quedaron para los nostálgicos y para algunos giros del lenguaje. Adiós a ese resto aristotélico (y reconozcámoslo, inofensivo) filtrado en la gran teoría de Newton. La batalla había sido ganada y el absoluto vencido. La humanidad con toda su ciencia y su altanería, quedaba sola en un ¿espacio? donde nada era firme y seguro. Cualquier rastro de absoluto aristotélico desapareció para siempre.
Pero, pero. Resulta que también en la teoría de las relatividad se filtra algo del absoluto por la ventana: la velocidad de la luz, idéntica para todos los observadores, y la forma de las leyes de la física, absolutas en cualquier lugar del universo.
¿Será mejor que exista algo de lo cual agarrarse, o será mejor que nos encontremos solos y perdidos en un universo donde nada, pero nada es seguro?
¿Quién puede saberlo?
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