Mar 18.09.2007

CONTRATAPA

Una cita anual

› Por Norma Morandini

Es mi cita anual: llega septiembre y comienzo a inquietarme por el texto que debo enviar a Página/12 el día 18 de este mes por la desaparición de mis dos hermanos menores, Néstor y Cristina: Los Recordatorios, esas frases breves que acompañan las fotografías de nuestros familiares desaparecidos y el paso del tiempo ya institucionalizó como un cementerio virtual. En un país como el nuestro, sin tumbas ni lápidas, y por eso, sin epitafios, esas inscripciones que se ponen sobre los sepulcros con la humana necesidad de vencer lo único que nos vence, la muerte. Por eso, los Recordatorios cumplen la función que tienen las lápidas, recordar el nombre del muerto. Pero que en Argentina, al inscribirse en un diario, se convirtieron en una resistencia silenciosa, simbólica de nombrar lo que precisamente fue despojado del nombre. Esos sin N.N.: nescio nomen. El carácter más perverso de la desaparición, que no sólo se apropió de las personas, ocultó sus cadáveres, y nos obliga a los sobrevivientes a repetir el nombre para devolver la humanidad del que no está, al que deliberadamente se hizo desaparecer para ocultar el crimen. Aquel que no existió no pudo haber sido asesinado, y esa es la “barbarie moderna”, como la definió el canadiense Alexis Nouss. La negación de los encierros como de los entierros para no dejar rastros. Ni tumbas, ni nombres, ni registros. Nada, la muletilla que repiten hoy los jóvenes, y hace pensar si el origen de la expresión no nace ahí, cuando la vida se hizo superflua, nada, porque como bien lo advirtió Ernst Jünger, lo que “en el fondo se teme es que los muertos regresen a sus tumbas en forma de espíritus y atraigan ofrendas futuras, peregrinaciones futuras”. Un efecto que se perpetúa en el tiempo y exige de los familiares un esfuerzo de la razón para aceptar, también, la ausencia como muerte del que no se vio morir. Sin saber si nombrar al que no está en la intimidad del parentesco, en la comunidad de los afectos, o en ese intangible, llamado historia. Y así vamos, sin saber cómo decir para mejor recordar. Y yo que me gano la vida escribiendo, entrenada en narrar para otros, cada vez que llegan estas fechas me debato entre testimoniar el recuerdo de la ausencia de mis dos hermanos en la mesa de la reunión familiar o si debo expresar la tragedia colectiva, ese Uno personal que se disuelve en el Nosotros de la Historia.

Con el paso del tiempo, y por eso, la disolución de los temores, también fueron cambiando las reacciones a mi alrededor cuando cada septiembre aparecen esos casi niños, inmortalizados en una fotografía de periódico. Y de haber sido evitada como si tuviera lepra, como nos sucedía en el inicio de la democratización a los más recientes, cuando personas cercanas, de colegas a vecinos, que jamás habían mencionado el tema, modifican su conducta, al menos ese día, el 18 de septiembre, como si recién se enteraran. Ese “yo no sabía”, al que prefiero dar crédito, antes que fomentar la desconfianza que como un veneno nos inoculó la dictadura.

Entre nosotros nunca lo conversamos. Tal vez por tener en la familia el oficio de la escritura, soy la que sin consultar escribe ese recordatorio-epitafio, en el que año a año la coyuntura política se cuela, desde la coincidencia de los nombres de la pareja presidencial a esta horrible casualidad, el día en el que, también, desapareció Julio López. Por eso, este septiembre, a treinta años de aquel domingo en el que sacaron a Cristina de mi casa en el Paseo Colón, y Néstor, supuestamente de la otrora Confitería El Molino, el Recordatorio se llena de sentido y ya no sólo busca nombrar lo que se despojó del nombre, sino clama para que los Derechos Humanos, esa bella utopía surgida tras la locura del nazismo, deje de conjugarse con la muerte y, rescatados para la vida, para todos –ésa es la fuerza del valor universal–, sean el mejor antídoto y cuajen definitivamente en una cultura de derechos y ciudadanía que no es otra cosa que el respeto al otro en su dignidad y, por eso, su libertad.

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