› Por Sandra Russo
Esta semana se cumplió un año de la desaparición de Julio López, y aunque los diarios reseñaron el aniversario del secuestro, y la televisión y la radio amplificaron la noticia, el caso López es un ejemplo de cómo los medios no siempre imponen la agenda de la sociedad, esto es, para aquellos que nunca cursaron Comunicación, los temas circulantes entre la gente: la gente habla de lo que hablan los medios. Pues bien, nadie habló de Julio López. Nadie habla de Julio López. Entre los casos resonantes que atraen y capturan la atención de la opinión pública, no podría incluirse el caso López. Es un desaparecido en democracia también desaparecido de la conciencia colectiva.
Se dice por ahí que el recuerdo es siempre el recuerdo de un recuerdo. Que la memoria actúa no sólo como reactivadora del pasado, sino que la evocación de un suceso se replica en el próximo recuerdo, con sus pequeñas desviaciones y sus agregados y sus recortes, y finalmente del hecho original queda poco, pero es eso la memoria: siempre reactualiza nuestros sentimientos, porque esas desviaciones y esos recortes se van adaptando a los que vamos siendo; es la estrategia de la memoria contra el olvido. El olvido corta lazos. La memoria los reconstruye.
No es de ahora, que se cumple un año. Desde hace mucho me pregunto, y escribí un par de notas al respecto, por qué el caso López escandalizaba tan poco. Por qué parecía haber una costra entre la sensibilidad de un/a argentino/a común y corriente, y el hecho de que haya desaparecido un testigo clave en un juicio cuyo acusado fue luego condenado a prisión perpetua por genocidio. La gente no quiere oír hablar de genocidio. La gente está harta. Vaya gente. La gente antes no se enteraba de nada. Un patrullero estacionaba en la cuadra, se escuchaban tiros, desaparecía un vecino, y nadie sabía lo que pasaba. Ok. Después la gente, cuando vino el juicio a las Juntas y se leyó el Nunca Más, lo hizo best seller. Allí se detallaba cómo, por ejemplo, se picaneaba a mujeres embarazadas delante de sus maridos, o se violaba por el ano a las prisioneras con la culata de un revólver. Y los tiraban al mar. Dios mío, decía la gente. Los tiraban vivos al mar. Y especialmente tiraban al mar a las mujeres que habían parido en los campos clandestinos. Las tiraban al río y se apropiaban de sus bebés. La gente no podía creer lo que había pasado en este país. Dios mío, repetían las señoras allá por el ’85, cuando la Justicia estaba todavía muy lejos, pero los hechos estaban claros. La gente no podía no decir Dios mío, porque no existía ningún discurso circulante para defender un exterminio como el que se había llevado a cabo. Lo clandestino de los asesinatos refrendó el pacto de silencio entre el poder y la gente. Y por gente, que ya va siendo hora de definir la palabra, entiendo en esta nota a todos aquellos y aquellas que carecen del mínimo sentido crítico de la realidad, y políticamente son el rociador de ideología favorito de todos: izquierda y derecha quieren germinar ahí, en lo que cualquiera entiende, en lo que cualquiera cree, porque ése es el único camino hacia la Meca. Pero cuando la Meca estuvo en manos de asesinos, la gente no se dio cuenta.
Después no hubo más gente y hubo ciudadanos. Eran los flamantes habitantes de un país democrático, que se proponía, como una quinceañera, tener un vestido de tul rosa para su fiesta, y poco después se desilusionó, porque la fiesta era en un pelotero y el vestido era alquilado.
Cuando se fueron los ciudadanos vinieron los clientes y los usuarios. Esos consumían a lo loco. Deliveries, viajes, plasmas en cuotas, heladeras que babean hielo, home theatres, pochoclo. Ellos mismos, con cada dólar que gastaban, estaban definiendo la suerte de muchos otros, algunos de los cuales después los asaltarían, y así son las cosas, amigos, circulares.
Tengo la sensación de que ha vuelto la gente. La gente que no cree que la desaparición de Julio López la involucre. Después de todo, ese albañil estuvo preso. Por algo la gente, cuando se puede dar un gusto, lee Gente.
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