› Por Rodrigo Fresán
UNO Años escribiendo Desde Barcelona –o Desde Nueva York o Desde México D.F. o Desde París o Desde Londres– y, de golpe y de repente, la extraña sensación (la sensación de algún modo “extranjera”) de tipear Desde Buenos Aires . De “pensar” desde Buenos Aires por unos pocos días. El adentro como afuera. Y –por supuesto, no podía ser de otro modo– durante esos pocos días no para de llover.
DOS Puede pensarse en las ciudades como en carcasas muertas y en nosotros como en los gusanos que la habitan y las consumen. Puede pensarse también que los zombis somos nosotros y que la ciudad es la que se nutre de nuestros cada vez más espaciados y difíciles de oír latidos. Quién sabe. Buenos Aires, en cualquier caso, siempre me pareció y vuelve a aparecerme ahora, después de tanto, una combinación de ambas posibilidades: un esqueleto vampiro. No sé si esto es bueno o malo, pero es lo que hay.
TRES Eso y –ya desde el avión de venida– la palabra boludo. El vocablo todoterreno y multiuso. Decir boludo como se respira. Insertar la palabra boludo dos o tres veces –inicio, centro y final– en toda oración. Boludo como partícula cariñosa de un temperamento nacional agresivo. Escucho en Ezeiza –recién aterrizado, todavía reponiéndome de los malos modales de las azafatas de Iberia, todas ellas formadas en la Academia Clint Eastwood de Simpatía y Buenos Modales– el siguiente y revelador diálogo: “¿Cómo estás, boludo?” “Genial. Qué bueno verte, boludo.” Y después, Boludo y Boludo se funden en un abrazo, llorando. Te lo juro, boludo.
CUATRO De regreso en la escena del crimen. Otra vez en el barrio. El Florida Garden ahora está abierto los domingos. Pregunto por qué y me contestan con una mezcla de amor y de odio: “Turistas”. Es verdad, hay muchos. Y hay varios hoteles nuevos por la zona. En el mío hay muchos chilenos y muchos brasileños y está concentrado Racing. Una cosa no cambiará nunca: los peinados de los futbolistas argentinos, petrificados por la laca del tiempo en algún lugar de los ’70. Supongo que hay algo de aerodinámico en ellos. Años de estudios y de pruebas para alcanzar esa perfección de alerón trasero flotando en el viento, gol.
CINCO Los tostados de jamón y queso. Varios. La perfección mítica de la carne de la que uno –en la distancia, tal vez por un mecanismo de defensa– desconfía y quiere creer exagerada, pero basta un mordisco para comprender que en esto, por una vez, los argentinos tienen razón: la mejor carne del mundo y punto. El peligro –también– de regresar a un restaurante venerado en la memoria y pedir un platillo atesorado en el recuerdo y hundir la cuchara y llevársela a la boca y necesitar sentir una descarga proustiana y, en cambio, horas más tarde, en la profundidad de la noche, saberse perdidamente intoxicado y vomitar una y otra vez y una vez más. Y en la mañana, con el estómago vacío, sorbiendo un tecito con limón, recibir las inevitables interpretaciones psicoanalíticas. Que la conmoción del retorno, que el miedo emocionado a pisar las calles nuevamente, que a mí me rebota y a vos te explota, boludo.
SEIS Página/12 se mudó. Muy lindo el edificio nuevo. Y con vistas a una plaza. Propongo que se instaure un recreo para ir a jugar. Paso por el edificio viejo y ahí está: las persianas bajas y un cartel de alquiler donde se anuncia: Edificio a estrenar. Misterio boludo pero misterio al fin. La sensación de haber caído en una de esas dimensiones paralelas de Adolfo Bioy Casares o de Philip K. Dick. Porque si ése es un edificio a estrenar, entonces dónde cuernos pasé yo más de ocho años de mi vida, ¿eh?
SIETE El descubrimiento de que todo cambia menos la Plaza San Martín. En realidad cambió un poco y ahora aparece unida por una membrana peatonal a esa otra plaza, ahí enfrente. Buena idea. Aun así, bajo la lluvia que todo lo ecualiza, la Plaza San Martín vuelve a ser la misma de siempre, la de mi infancia, más en blanco y negro que en colores. La televisión, sin embargo, es una bofetada cromática. Un amigo de Barcelona que no ha vuelto a la Argentina en mucho tiempo me rogó, casi desesperado, que viera televisión y le contara “porque no puedo creer las cosas que me dicen que hay ahí”. Vine y vi: a Tinelli con un abrigo de conde ruso pobre en el exilio aullando mientras unas tristes parejas patinaban y caían sobre hielo, a Cristina contemplando arrobada (plano y contraplano) a su marido dando un discurso, a Charly García trompeado a la puerta de un local llamando a las armas, a los conductores de noticieros mechando las noticias con un “¡Qué barbaridad!”, a muchísima gente que hacía muchísimo que no veía y que están ahí, en canales culturales, como prisioneros de la Zona Fantasma... y me vi a mí hace años, diciendo que me iba. Todos con esa particular iluminación de estudio televisivo patrio, como irradiados por el estallido de una bomba atómica a apenas dos cuadras. Ahora, de vuelta pero por poco, un mediodía me encuentro con alguien que me dice “Haberme dicho que venías y te llevaba a la televisión”. Descubro que la televisión –estar ahí– es lo que prueba y comprueba la existencia de una persona. La otra, parece, es tener un blog. “¿Cómo no tenés un blog, boludo?”, me preguntan.
OCHO Los amigos y la familia permanecen por encima de las veredas rotas y de la contaminación visual. Y confirmo algo que ya sabía: en Buenos Aires uno puede tener amigos que escriben pero no puede tener escritores amigos.
NUEVE Voy a Palermo, a muchos Palermos. Leo –en el Cceba, en un texto que es lo que me ha traído a Buenos Aires–- lo que sigue: “New York asimila para ser y nunca dejar de ser Nueva York; Buenos Aires muta para intentar, en vano, dejar de ser Buenos Aires. Ahí está la evidencia de los recientes múltiples Palermos (ya, de entrada, un nombre importado) fragmentándose con apellidos que apelan a otras regiones y a otros idiomas. No estuve en ellos. Tal vez vaya. En realidad no hace falta. Tal vez me limite a fundar –en alguna contratapa de Página/12– un Palermo Bloomsbury, donde haya un bar llamado Literatura y Mercado y donde sólo se puede hablar exactamente de eso y al que no le guste y se resista, bueno, sea enviado prontamente a Palermo Guantánamo”.
Dicho y hecho. Misión cumplida.
DIEZ Domingo y sigue lloviendo y las valijas del regreso ya hechas y matando el tiempo en el hotel. En la tele dan La república perdida. La histeria de nuestra historia entendida como una carrera de postas, como un vaudeville loco. Después, al aeropuerto y esa mueca de la azafata de Iberia que intenta, en vano, ser una sonrisa pero no. Me pregunto si no habrá sido ella quien le pegó a Charly. Me pregunto tantas boludeces. Abajo, desde el aire, Buenos Aires parece tranquila y el boludo mapita en la pantalla del avión me informa que faltan miles de millas para volver a casa y poner todas estas boludeces por escrito.
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