CONTRATAPA
Dignidad
Por Enrique Medina
Acostumbrada a otros y buenos tiempos, en los que se atendía con los mejores médicos, a vestirse en Christian Dior, a comer en buenos restoranes, acostumbrada a un comportamiento social perimido ya para ella, la mujer, casi llegando a cumplir los 75 años, viuda, con una pensión de $ 145, con la aceptación de la realidad, pero aún sin sentirse totalmente resignada y con la dura carga de varios traspiés, como el haber creído que su hijastro la quería como si ella fuese su verdadera madre y, en cambio, haber sido estafada por él que se apropió del piso de Av. Libertador, piso que su marido, dueño y señor de la industria textil en su momento, debió dejarle, pero que por no hacer los papeles a tiempo perdió lastimosamente, hoy, esta mujer, con pulseras, aros y collares, sale a cumplir con sus trámites jubilatorios. Para darse valor aprieta el frasquito en el bolsillo del tapado.
Sin saber la causa, se nota con un poco más de indignación que la habitual. Como es inteligente, entiende que es por la humillación de vivir.
Llega al Distrito 5 de la calle Ecuador entre Tucumán y Lavalle con la idea de ver al médico de turno. Le reclamará todo aquello que le corresponde. Reclamará que la atiendan dignamente después de haber pasado del Clínicas al Antártida, y del San José al Colegiales, centros que ahora están fuera de servicio para los jubilados. En algún momento pensó en afiliarse a alguna prepaga con el fin de terminar con las súplicas. Los cachetazos a cualquier edad duelen, pero a la suya y a su categoría mucho más, así que la experiencia del intento bien que le dolió: estaba fuera de edad, era una vieja. Sólo los planes para mayores la podrían aceptar. La cuota, de $ 150, unos pesitos más que su pensión. Así que al médico le plantearía todo su drama con absoluta sinceridad: las colas en los hospitales públicos, los estudios que por PAMI es imposible conseguirlos gratis, y en fin, adiós servicios y adiós médicos, adiós remedios, adiós a las recetas, adiós, que los viejos esperan tranquilos su final, bastante se amarga una con ver la realidad por la televisión.
Sube hasta el primer piso. Muchos jubilados. Pide hablar con el médico; el que hace las recetas, especifica. Debe esperar. Espera mucho. La indignación se le convierte en bronca. Sentado a su lado, un anciano le suelta un discurso complicado:
–Vea, el plan es la esclavitud mundial, el FMI y el Banco Mundial son propiedad en un 50 por ciento del Tesoro de los Estados Unidos, vea, esto es mercado coercitivo, es la guerra, vea, Bush pidió que la Argentina le entregue el gasoducto a Enron a la quinta parte del valor, hay un plan secreto para la Argentina firmado por el director del Banco Mundial, para destruirla, en complicidad con los argentinos vendepatria, claro... Vea, la llaman...
Al gordo arrellanado en el sillón el sudor le cae desde la frente hasta el mentón. Demasiado para esa estufita, piensa ella, y de inmediato se da cuenta de que ese tipo no está con la paciencia suficiente como para hablar con otra vieja loca, una más, que reclama lo que le corresponde.
–Necesito una receta para comprar la medicación para la presión, el hipotiroidismo, la autorización para el análisis de sangre completo y un electrocardiograma porque, si no, en el Rivadavia no me lo hacen...
–Autorización sí, pero no se emiten más recetas, tiene que comprar la medicación por su cuenta. Hay farmacias que hacen hasta el 25 por ciento de descuento por pago en efectivo, es cuestión de caminar un poco... (Sonríe, se rasca la panza y la camisa le queda afuera.) –Tengo... (No se anima a decir que a su edad le cuesta mucho caminar y que aunque pudiera...) ¡Mire, exijo lo que me corresponde! Cada estudio que tengo que hacerme me sale $ 50...
–Debe tener mucha plata, usted... (Sonríe, se rasca, el labio inferior le cuelga, se pasa la lengua, parece que eructa.)
–Cada receta... (para ignorar la ironía, piensa que al hospital hay que ir a las 3 de la mañana para sacar número) me sale $ 150...
–Debe tener mucha plata, usted... (La mira sobrador, sonríe.) Se ve que sabe vestir...
–Quiero... (tiene ganas de decirle que es un cerdo, pero se siente desprotegida) saber adónde va a parar el 13 por ciento que nos hacen de descuento por mes a los jubilados.
–¿Y qué sé yo...? Pregúntele al gobierno... Pídale una entrevista al Presidente... (Vuelve a rascarse, eructa, sí, pone cara de listo-ya-está-basta-picátelas.) Yo sólo cumplo con mi trabajo... (El labio sigue colgando, se sonríe y le tiembla todo el cuerpo, se rasca, ahora bosteza.)
La mujer mira alrededor buscando ayuda para hacer lo pensado, pero no se anima. Para darse fuerzas piensa en las dos mujeres del banco: la que se quiso incendiar a lo bonzo y la que amenazó con suicidarse tirándose desde el segundo piso. Aprieta el frasquito, pero se da cuenta de que no es tan valiente para tomarse el veneno y así salir en televisión y lograr que la respeten. Respira muy hondo... Debe hacerse respetar de algún modo ante este gordo miserable que cobra su buen sueldo todos los meses. Se pone de pie para retirarse con dignidad, con la categoría que siempre tuvo, antes de que aparezcan las lágrimas y se desmorone su espíritu. Abre la puerta y ve montones de jubilados como ella. Vuelve y le da un espectacular cachetazo y hay ruido a cristales rotos. Sale. La aplauden.