› Por Enrique Medina
Con el entusiasmo bailándole en los ojos, Doña Rosa Jara, bastón en mano (“mi compañero”, dice ella) ingresa al Centro de Jubilados. Es recibida con la sincera alegría de siempre: “Rosita de acá, Rosita de allá”. Mientras sirven el té, con un despliegue de facturas algo asombroso para estos tiempos, ella expone una síntesis de su existencia con vulgares digresiones: “Ayer en Norte me quisieron cobrar cuarenta y dos pesos el kilo de espárragos. ¡Cuarenta y dos pesos! ¡Se los dejé de sombrero ahí en la caja!” El altamente anarquizante alfilerazo es un maravilloso pie para que cada uno exponga su propia experiencia en los menesteres del caso. Miguel afirma que los corchos de los vinos se rompen antes de sacarlos. Con la mano en alto Guillermina confirma que los envases de los yogures vienen más finitos; y Amelita ha notado que el sabor de la “Coca-Cola Zero” ya no es el mismo. Cuando todos han terminado con su aporte realista, Doña Rosa Jara, sin disimular su vanidad al ver que le prestan atención como si fuera a hacer un discurso en las Naciones Unidas, imitando las inimitables pausas de Don Luis Landriscina, emprende su relato, mezcla de vía crucis con jolgorio de barrabrava pero con franco optimismo de resurrección: “¿Se acuerdan que les había dicho que me había olvidado de firmar la sobrevivencia? Les aconsejo que no se olviden. Gracias a que tengo a mi hija que me ayuda, pude hacer los trámites. Primero, quejarme al banco porque no me avisaron a tiempo. Me contestaron que no era responsabilidad de ellos, y me dieron formularios para llevar a Anses. Taxi. Cola. Anses confirma y vuelve a mandarme con otros formularios al banco. Taxi. El banco pone un sello y volvemos a Anses. Taxi. Cola. Que volvamos en una semana. Taxi. Volvemos. Taxi. Cola. ¡Se perdieron mis papeles! Vuelta al banco. Taxi. Papeles, sellos. Vuelta a Anses. Taxi. Cola. ¡Otra semana de espera! Taxi. Volvemos. Taxi. Cola. ¡Aflojan! Pobre de quien no tiene un familiar que lo ayude. Me dicen si prefiero que me lo paguen dentro de dos meses con el cobro común o me dan un cheque para el Banco de la Nación. Mi hija, que lerda no es, dijo “más vale pájaro en mano que cien volando”, y nos fuimos con el cheque. Taxi. Cola. ¡Qué lindo es el Banco de la Nación, una belleza! Tuvimos que ir a los subsuelos y hacer cola, pero cobramos. Y entonces mi hija me dice: “Disfrutemos”. Y disfrutamos: Primero fuimos a la Catedral que hacía como cien años que no iba. ¡Hermoso el mausoleo de San Martín! Hasta aprovechamos la misa. Paseamos por la plaza, por el blanco Cabildo, y nos metimos en un restorán de Avenida de Mayo y nos comimos una pizza impresionante, con cerveza. ¡Y de postre, flan con dulce de leche! Como yo estaba lista para la siesta, nos volvimos a casa, felices. Taxi. En definitiva, tanto habíamos gastado, en casi dos meses de trámites, entre taxis, confiterías, helados, restoranes...
Don Andrés, solidario y elemental pero gallardamente homérico, interrumpe:
–Nunca hay que olvidarse de firmar la ¡sobrevivencia!...
Imprevisto, malévolo, un silencio turbio taladra en las mentes de los jubilados que se han quedado prendidos de la aborrecida palabreja; lo que provoca que se observen en quimérica infinitud. Captando la alteración del clima, Doña Rosa Jara, rápida como la vida, con humor muda el invierno en primavera rematando tajante y mosqueteril:
–¡Seamos soldados, compañeros, todos para uno y uno para todos, que el enemigo no se la lleve de arriba; además de un deber, la sobrevivencia es el honor del jubilado!
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