Vie 05.10.2007

CONTRATAPA

Contar para vivirla

› Por Rodrigo Fresán

UNO La noticia ya es vieja. La noticia es apenas de la semana pasada (se sabe que no hay nada más veloz e instantáneamente old que la efímera novedad de las news), pero no puedo dejar de pensar en ella, porque en su breve y actual tiempo de vida apenas esconde un inmortal impulso tan viejo como el mundo.

Seguro que ya han oído o leído sobre el asunto: una tal Tania Head, empleada en las oficinas de Merril Lynch, casi una heroína, sobreviviente a la catástrofe del 11-S quien se arrastró escaleras abajo desde el piso 78 de una de las torres del World Trade Center con la alianza de un moribundo en su mano para entregársela a la viuda. Tanie Head, quien también perdió a su prometido Dave, entre las ruinas. Tania Head, quien pudo salir de allí gracias a Welles Remy Crowther, de 24 años, que la salvó al apagar el fuego de su vestido y que después moriría abrasado por las llamas y a cuyos desolados padres visitó Tania y les dijo que aún conservaba su ropa quemada y les ofreció un trozo de su tela “porque era una de las últimas cosas que nuestro hijo había tocado”. Tania Head, quien luego se convirtió en la presidenta de la Red de Supervivientes del WTC y quien fue abrazada por Rudolph Giuliani y quien desde el 2001 –sin fines de lucro, con pasión sin límites– no dejó de ofrecer visitas guiadas por la Zona Cero con la voz encendida y los ojos húmedos de quien vivió para contarlo.

Y sorpresa: días atrás, Tania Head fue destituida de su cargo en la organización al averiguarse –luego de una rápida investigación a propósito de ciertas incongruencias en su relato y en su currículum– que no estuvo en el World Trade Center aquel día y que, por lo tanto, nadie le entregó una alianza, que no estaba comprometida con ningún Dave y que ni siquiera estaba en Nueva York por entonces. Es más: su nombre nunca figuró en las nóminas de Merryl Lynch, tampoco se llama Tania Head, sino Alicia Esteve Head, es en realidad oriunda de la zona alta de Barcelona y, en el momento de los atentados, asistía a un posgrado de negocios en una universidad catalana. Interrogadas sobre el asunto, varias personas que la conocen se refirieron a su carácter fantasioso, a que siempre le gustó “contar historias” y que –detalle interesante– pertenece a una familia implicada en un conocido escándalo local y en el que su padre y hermano resultaron condenados por un delito de falsedad documental. Enfrentada al súbito final de su sueño despierto, interrogada por The New York Times, Alicia Esteve Head se limitó a declarar que “no he hecho nada ilegal”. Y tiene razón. Desde un punto de vista jurídico –al no haber ganado un dólar con sus ficciones, al no haber gastado en ella ni un centavo del fondo recaudado por la asociación e incluso al haber ofrecido desinteresadamente su departamento para reuniones–, Alicia Esteve Head no ha cometido ningún delito. Es decir: no es culpa suya el que le hayan creído tan fácil y rápidamente el cuento de su vida.

DOS La pregunta, claro, es por qué lo hizo. Y la respuesta que van dando todos es más o menos la misma: Alicia Esteve Head alias Tania Head quería que la quisieran y consideraba que su existencia no era lo suficientemente...amable. Y así –del mismo modo en que muchos aprovechan una catástrofe para desaparecer en los escombros, darse por muertos y resucitar en otra parte con otro nombre–, Alicia Esteve Head optó por la misma maniobra, pero en sentido contrario: resucitar entre los hierros retorcidos y las cenizas como la refulgente Tania Head. Y, en principio, todos contentos; porque nada reconforta más en una tragedia que el que alguien consiga salir a flote –como aquel Ishmael aferrado a un ataúd luego del naufragio del “Pequod”– para, habiendo estado exactamente allí, poder contarles a los que lo vieron de lejos cómo fue y qué se sintió y cómo se hizo para sobreponerse a semejante espanto. Y es que si hay algo mejor que un héroe o una víctima, ese algo es una víctima heroica.

TRES Lo que me lleva a otro héroe de ficciones en principio verdaderas y quien también acabó revelándose como un consumado falsificador de hazañas. Escribí sobre él, en esta misma página, hace años. Otro sobreviviente: un tal Enric Marco quien, hasta sus 84 años, era el abnegado presidente y hombre-insignia de la Asociación Amical de Matthausen que nucleaba a los 11.500 deportados españoles y republicanos a campos de concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Así, Marco –quien, firme, recitó con voz temblorosa su número de registro 6448 en unas 120 conferencias anuales durante las últimas tres décadas– narró una y otra vez su escalofriante paso por el campo de Flossenburg, en Baviera, y hasta publicó, en 1978, un libro autobiográfico, Los cerdos del comandante, que se dio el lujo de ampliar en 2002 con el poco ocurrente título de Memoria del infierno. Pero no. Y ya se imaginan cómo sigue la cosa. Enfrentado a la verdad de su mentira, Marco –un tanto ofendido– se excusó diciendo que lo había hecho “para convertirse en la voz de todos aquellos que no podían hablar”. Y lo cierto es que Marco habló mucho, porque muchos lo escuchaban con la misma inocencia con la que alguna vez oyeron de lobos feroces, brujas malvadas y ogros gigantescos.

CUATRO Y entonces me acordé también de aquel Jean Claude Romand, quien asesinó a toda su familia cuando ya no supo cómo sostener las mentiras que había venido fabricando durante veinte años en cuanto a su vida y obra (leerlo en El adversario, aquella brillante fiction-non-fiction de Emmanuel Carrère), así como del reciente y absurdo escándalo con la escritora Marie Darrieussecq, donde el tema del verdad o consecuencia vuelve a dar un nuevo giro. Lo que pasó fue que la francesa editó la novela Tom est mort, que narra la muerte de un joven hijo por su destrozada madre. Todo bien hasta que entra en escena una tal Camille Laurens quien, en 1995, publicó Philippe: la crónica de la muerte verdadera de su bebé. Por lo que ahora Laurens demanda a Darrieussecq –quien no ha sufrió la pérdida de ningún vástago– por “haber usurpado mi identidad en lo que estimo se trata de un plagio psíquico”. La situación sería completamente absurda (imaginar la cantidad de acusaciones tribunalicias que deberían soportar en nuestro país todos aquellos que filmaron o escribieron historias pertenecientes al género “con desaparecidos”) si no estuviesen del otro lado las historias de Head y Marco (a quienes, por suerte, descubrieron antes de que fuera demasiado tarde y se vieran obligados a poner el último punto de la farsa con el peor final posible) y Romand (a quien nadie descubrió, quizá porque su engaño no quería ser épico e histórico, sino íntimo y burgués; y eso no resulta tan interesante porque, en mayor o menor medida, quién no ha pasado por allí al menos por un par de días).

Y quién es el culpable: ¿el que miente sin ponerle fronteras a su delirio o el que cree sin ponerle límites a su ingenuidad? De un tiempo a esta parte –con reality shows, blogs, Second Life y afines–, la sociedad parece estar promoviendo una suerte de cultura de la falsedad institucionalizada, del difamante anónimo como justiciero en las sombras, o del doble virtual como forma de consuelo y recreación.

Y en alguna parte, Tom Ripley –titán de la mentira como profesión de elite– se ríe de la torpeza de ciertos vulgares amateurs.

Mientras tanto, ya saben, Irak tiene armas de destrucción masiva y todo eso.

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