› Por José Pablo Feinmann
Perseveremos en la Meditación del elegido, ese texto de 1974, por medio del cual el director de la revista Carta Política, que lo publicó, dedica una homilía laica, una “meditación”, para respaldar a quien, en ese momento trágico del país, estaba haciendo las tareas sucias, las que muchos criticaban en público pero aplaudían en privado porque eran necesarias. Las “tareas sucias” radicaban en asesinar a milicianos de la guerrilla, a militantes políticos como Julio Troxler, a “perejiles de superficie”, a sindicalistas como Atilio López o a intelectuales como Silvio Frondizi y Rodolfo Ortega Peña. Esa tarea en ese momento la protagonizaba José López Rega, el “elegido”. El autor de la “meditación” era Mariano Grondona. Sabía, Grondona, que ni bien López librara al establishment de todos los que tenían que morir, que ni bien coronara su tarea sucia, ellos, los dueños de la Argentina, habrían de librarse de él. Actuaba, salvando las grandes distancias, como la aristocracia alemana con Hitler: “Dejemos al torpe cabo de Bohemia matar a todos los comunistas. Luego nosotros, que somos Alemania, lo pondremos en su lugar”. Pero Hitler les resultó incontenible y llevó a Alemania a un ocaso wagneriano sin violines ni bronces, sino con metralla, muertos incontables en Dresden y larga humillación para la patria de Hegel y Goethe. No ocurrió lo mismo con López. Inició la guerra sucia contra la guerrilla, les lanzó a sus parapoliciales, que eran feroces, y después, cuando hubo que profundizar y racionalizar la matanza, tarea que requería a las Fuerzas Armadas y no a un lacayo de un general enfermo y extraviado, lo expulsaron del país. El hombre que se creyó dueño de la Argentina, de la vida y de la muerte, el terror de la guerrilla y sus ideólogos, tuvo que irse sin pena ni gloria. Nadie le agradeció los servicios prestados, los cuales, sin embargo, fueron muchos: Atilio López, Ortega Peña, Julio Troxler entre innumerables más. Le gustaba la muerte a Lopecito y le gustaba matar. Le gustaba hacer listas con los nombres de los que habrían de morir. Le gustaba importar armas novedosas, de alta efectividad, infalibles. Lo dejaron hacer hasta donde fue necesario. Hasta que el gobierno de la señora de Perón se desmoronara, se hundiera en su propia ineficacia, en las zanjas de su propia barbarie. No dejó de advertirlo Roberto Santucho: en julio de 1974, el mismo, desdichado día en que la Triple A mataba a Ortega Peña, dijo que los militares se preparaban para el golpe, que se apropiarían del gobierno no sin antes dejarlo chapotear en el desprestigio, dejar que Lopecito se quemara, que la sociedad lo viera como un matarife desaforado, sin límites –y con él a la manipulable presidenta– para luego presentarse ellos como los garantes de la “gobernabilidad”, de la “racionalidad estamental” que garantizaría el orden y, con el orden, el camino a una verdadera democracia republicana. Mentían. Ya estaban construyendo los campos de concentración. Santucho, en su momento, les daría a los militares un poderoso motivo para el golpe: el asalto a la guarnición de Monte Chingolo (que costó demasiadas vidas de jóvenes militantes arrojados al delirio, impulsados a morir por el narcisismo revolucionario de su jefe, quien se jactaba de implementar un ataque guerrillero “mayor que el asalto al Moncada”) sirvió en bandeja de plata la oportunidad del golpe: ya no se podía esperar más. Videla larga su famosa advertencia: en 90 días habría de actuar. Isabel aprovecha e ilegitima al Partido Auténtico, cuyos integrantes –¡que habían entregado para confeccionar las listas electorales todos sus datos, sus domicilios, su documentación!– fueron barridos por los grupos parapoliciales ya con predominio abiertamente militar a esta altura. López se había ido. La masacre pasaba a manos más expertas. La racionalidad del Mal se instauraba en el país.
¿Por qué Grondona defendió a López? Porque, como ideólogo del sistema de la oligarquía agraria y ganadera, de la Iglesia, de la oligarquía financiera empresarial y de la guerra que el Occidente cristiano libraba contra la penetración marxista en el continente, habría de defender a todo aquel que, en el momento que fuera, encarnara la lucha por esos valores. A fines de 1974, no podían aún encarnarla los militares. Estaba López Rega. Estaba dispuesto a la tarea sucia. Grondona, pues, lo respaldó. El, ahora, era su hombre. Impresentable tal vez, pero necesario. En ese monje esotérico, en ese clown risible, el Occidente cristiano tenía su aliado irremplazable. Era 1974 y era la hora de las bandas. López comandaba la banda que llevaría a los militares al poder, que limpiaría de zurdos, de comunistas el camino. Por eso, en esa exacta, precisa coyuntura de la historia, el “elegido” fue él. Luego vendrían los naturalmente elegidos, los dueños auténticos de la patria, los de siempre. Años después, durante el gobierno de Menem, Grondona ensayó buenos modales, hizo su papel de hombre democrático arrepentido de sus excesos autoritaristas de ayer. Muchos le creyeron. No le crean. No bien sea necesario volverá a ungir a un “elegido”. Puede ser un economista neoliberal, un militar dialoguista, uno de extrema dureza o un payaso sangriento pero efectivo, que sepa allanar el camino. El camino es lo que él llama “democracia liberal de mercado”. Por ella, cualquier cosa.
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