› Por Sandra Russo
Creo que era Carmen la que estaba hablando sobre un texto, decía algo sobre raspar el fondo de la olla, y ahí saltó Rodolfo, que tiene 22 años y ya es sociólogo, y gritó: “¡Sí, eso cambió! ¡Nosotros no soportamos los culitos de las botellas de Coca!”. Lo que siguió fue una sucesión de asociaciones entre todos, como si algo se nos hubiese revelado, y eso pasa cuando se descubre algo que es percibido colateralmente y no ha sido nombrado.
Esta vez el tema sería: ¿qué pasó entre aquellos hijos de inmigrantes polacos que habían adquirido el hábito y el gusto de masticar la grasa de la carne, marcados genealógicamente por el frío y el hambre, y estos consumidores ávidos de un primer trago y un primer bocado, estos aparentes hijos de la abundancia urbana, o acaso habría que invertir los términos y decir estos hijos de la aparente abundancia urbana? Creo que valen las dos expresiones.
Lo de los inmigrantes polacos es un ejemplo fuerte de aquella vieja inercia de conservar, almacenar y resistir. Esos tres verbos ejemplifican bastante bien la actitud de la gente en épocas de hambrunas o pestes. La Segunda Guerra fue una de esas pestes. Y aquellos que vinieron para acá pero que allá habían experimentado lo que se siente cuando hasta el pan se trafica, trajeron con ellos esa actitud. Conservar, almacenar, resistir.
Raspar el fondo de la olla. Masticar hasta la grasa. Ponerles cueritos a los pulóveres y rodilleras a los pantalones. Destejer algo para volver a tejer otra cosa. Cortar los envases de dentífrico, mayonesa, crema hidratante con tijera, cortarlos por el extremo opuesto a los picos, para arrasar con el dedo con absolutamente todo lo que resta. Guardar el papel de aluminio de la manteca para untar con su cara interna una olla. Emparchar. Buscarle el repuesto al tocadiscos. Mandar a arreglar el reloj. Llevar a la modista un vestido para que lo reforme. En fin. Aquella actitud.
Como todo el mundo que vive con o sin adolescentes, cada tanto abro la heladera y veo un par de botellas de Coca-Cola casi vacías. A veces no están ni siquiera tan vacías. Pero hay otra recién abierta. Abrir un envase es una actitud históricamente reciente. Podría decirse que como sujetos históricos somos abridores de envases. Porque no sólo consumimos gaseosas o mayonesa, ésa que descartamos cuando en el envase va quedando menos de la mitad y el borde se empieza a poner duro. También somos abridores de envases culturales, de envases políticos y de envases éticos. La vida nos llega envasada. La vida de la sociedad de mercado nos empuja a consumir ideas seriadas que en la serie encuentran su peso: a eso se le llama opinión pública o “termómetro del ambiente”.
No hay caso. El dentífrico se seca. Las tapitas modernas cierran perfectamente unos días. Después, irremediable, fatalmente, quedan abiertas. Y el dentífrico se seca. Arrasamos con él. O desearíamos arrasar. Con el poder adquisitivo necesario para vivir como degustadores de primeros tragos y primeros bocados, pero incluso sin él, está instalado en nuestras subjetividades el deseo de abrir envases. Está la inercia, al menos. Porque el deseo de consumo es un deseo de segunda clase. No puede ser un deseo profundo. No puede serlo en tanto no sale del fondo oscuro de nosotros, sino todo lo contrario: nos es lanzado como una flecha, o como una descarga eléctrica infinitesimal y continua. El malestar posmoderno deviene, acaso, de la maldición de abrir envases y no tolerar verlos vacíos.
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