› Por Enrique Medina
Es un trabajador emprendedor, un liberal fáctico, lo que en tiempos del “uno a uno” se denominaba cuentapropista. Hace la suya y la suda desde temprano. Se destaca por su remera negra, sus hombros tatuados, sus pantalones crudos de amarronado mar y los negros anteojos que usa de sombrero. En el Mercado Central lo identifican con el mote poco creativo de “El Colorado Frutillita”, por comprar veinte cajas de frutillas, cargadas en su gris Toyota y desembarcar con aguas calmas en la circunstancial esquina que lo ubique como marginal comerciante. La vasta experiencia en la lucha por la vida le ha enseñado que ser elástico y móvil en el desplazamiento, además de mantener bajo el colesterol le permite un control de inteligencia en el barrio ocupado que redunda en marcado beneficio.
Al principio siempre tantea las esquinas. La de la inmobiliaria quedó descartada desde el principio. Nunca es conveniente iniciar una actividad en una zona nueva, teniendo conflictos desde el vamos. La otra esquina en ochava pareció óptima, pero al médico de la planta baja que ya había logrado mandar al quiosco de revistas a la puerta de Norte, no le fue complicado hacer lo mismo con Frutillita mandándole unos policías que aceptaron un kilo de frutillas, pero igual le rogaron que se cruzara a Beruti a partir del siguiente día. Se cruzó, pero del supermercado también dijeron nones. Así que ahora ocupa la esquina del edificio de ladrillos, rojos como las frutillas que vende. Y con notable éxito.
Rutinariamente, estaciona la Toyota gris antes del mediodía, arma la mesa y ordena las frutillas con un esmero digno de mejor causa. Logra que impacten al transeúnte muy gratamente, al verlas sumadas en un muro compacto y alegre. De su lado, Frutillita esconde el producto machucado y poco atractivo que es lo primero que encaja. Usa una balancita made in China marca “The Kitchen”, que en tiempos cavallistas se vendía a 6 pesos. Con una palita recoge y mete en la bolsita y hace como que pesa y entrega y cobra. Sus cartelitos con los precios baratos al no estar escritos a mano sino impresos le dan un aire de orden y status que sabe aprovechar y lo beneficia en altísimo porcentaje.
Todo bien hasta que ayer, cuando Frutillita estaba en pleno levante de empleada doméstica, apareció una doña con la bolsita llena de frutillas que acababa de comprarle y le dice:
–Te compré un kilo a 5 pesos porque en Norte están casi a 9, pero a vos se te olvidaron 200 gramos. Las pesé en mi balancita, que veo es la misma que la tuya, y también las pesé en el supermercado y me da lo mismo...
La jeta de Frutillita se coloreó verde, tartamudeó elemental defensa y con palita recogió y metió en bolsita el olvido, diciendo:
–Es raro... Nadie me dijo nada...
–Siempre hay una primera vez... Tendrían que ponerle aceite a la balancita...
La doña cazó la bolsita complementaria relojeando con suficiencia al Colorado Frutillita y a la fámula, azul como su delantal, y se alejó con un “buen día”, elegante como el filo de un puñal. Frutillita se recompuso de inmediato y aunque le dijo a la chica que la doña no era más que una vieja loca, la chica tomó su rumbo zafando del bochorno. Frutillita tiró hasta la tarde cuando cayó la novia y le dio un besito amoroso. Al vender la última frutilla desarmó la mesa, la cargó en la Toyota y arrancó con su futura al lado que le preguntó:
–¿Cómo te fue hoy?
–Bárbaro. Sólo se avivaron unos seis hinchapelotas. Todavía puedo seguir tirando. Este es otro barrio de retardados; mirá, al que se queja lo arreglo y se queda contento. Son achanchados como los que llaman a las radios, cuando les pasan el mensaje acaban un polvo de estrellas y ya se dan por hechos, se contentan y se quedan conformes; mirá, la vida es bella, nena... Cuando vea que ya se empieza a correr la bola me paso al Disco de French, y santo remedio...
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