CONTRATAPA › UN CUENTO DE NAVIDAD
› Por Mempo Giardinelli
Es el último día hábil antes de Navidad, desde la mañana está soplando el viento norte y el calor del mediodía parece que va a reventar el pavimento. Si se mira una calle a lo largo, es como si el horizonte temblara, movedizo como un mar. La ciudad toda, igual que un pecador exhausto, ha terminado las tareas de la mañana y se dispone a descansar. La siesta, que se extenderá hasta casi las seis de la tarde, es un paréntesis vacío en la vida de todos.
Acaso el único lugar que sigue vivo es el Bar La Estrella, a una cuadra de la plaza principal, y no sólo porque en la mesa de billar las bolas se entrechocan incesantes. Allí siempre hay movimiento, una circulación perpetua, indetenible. Como ese automóvil del que desciende un hombre que de la puerta trasera extrae un enorme lechón asado sobre una bandeja símil plata.
Todos saben que Coco Sarriá es un hombre de conductas inesperadas, que en La Estrella puede suceder cualquier cosa en el momento menos pensado, y que cuando sopla el viento norte la razón desaparece de la cabeza de la gente.
Además, es la hora en que se cierran los bancos y los hombres se apiñan para tomar vermú con ingredientes, cerveza con maníes o infinitos cafés. Llegan en bandadas, como las golondrinas, después de rogar créditos, cubrir sobregiros, eludir impuestos, trabar embargos o pactar intereses. Es como si a cada uno le hiciera falta comprobar que todo en el mundo está en su lugar al mediodía, cuando el calor se vuelve salvaje y las chicharras se lanzan al cotidiano escándalo de la siesta. Los parroquianos de La Estrella saben que ése es un territorio neutral en el que todo se acomoda y en el que siempre se puede encontrar conversación, consuelo, información o entretenimiento. La Estrella es el antídoto perfecto para la soledad y el desconcierto. Momentáneo, pero eficaz. Hoy una sonrisa, mañana una traición, lo que allí importa es el alivio que significa descubrir que los demás padecen similares descentramientos.
Adentro el calor es espeso, las moscas tenaces, y el olor a frituras y a transpiración intenso como la melancolía. Afuera, en la vereda, las mesas instaladas bajo los paraísos constituyen verdaderas reuniones sociales. Según quién sea el convocante, en ocasiones devienen mítines políticos.
Coco Sarriá es un gigante de bigotazos, voz de barítono y manos de hachero, que siempre tiene una palabra galante para las damas y fuma como si toda su misión en la vida fuera provocarse un infarto. El lechón que sostiene jinetea sobre la fuente como una ofrenda maravillosa, y cuando exclama abran cancha y lo deposita sobre una de las mesas de la vereda, todos ven que el chancho está adornado con lechugas, naranjas y especias. Coco aplaude brevemente para llamar más la atención, y sonríe como niño feliz, que es la sonrisa que construyó su popularidad.
Enseguida lo rodean sus amigotes, varios de ellos ex funcionarios del último gobierno militar recolocados en puestos clave de cada gobierno civil. Entre ellos el abogado Lebedev –flaco, ceremonioso, siempre de terno y corbata oscuros–, a quien todos llaman Saco Cruzado, porque sabe prenderse de los dos lados. También hay peronistas, radicales, Rospigliosi el socialista y dos senadores correntinos: uno liberal, el otro autonomista. Todos transpiran como carboneros, algunos se apantallan con revistas o expedientes judiciales, otros se secan las frentes con pañuelos mojados de sudor. Cuando ya son como veinte llega Simón Sasbersky, el farmacéutico, que pesa más de cien kilos y a quien Sarriá ataja:
–Te queremos, Ruso, pero al chancho no lo probás. Son dos cosas distintas.
Varios se pedorrean y brindan alzando los balones de cerveza. Es obvio que no lo dejarán probar bocado. García le dice a Moreno que porque es judío y los judíos con el chancho y la Navidad, vos sabés, y alza una ceja, sobreentendiendo. Rospigliosi dice que no, que lo que pasa es que el gordo sufre una enfermedad de extraño nombre por la que ha perdido el sentido del gusto y ahora le da lo mismo comer mierda que caviar. Arreola se ríe a carcajadas y dice pero vení igual, gordo, sentate y miranos comer, en todo caso pedite un tostado de queso.
El bullicio se generaliza mientras los japoneses ponen platos y cubiertos y reponen la cerveza. Continuará toda la siesta: comerán y beberán carcajeándose, procaces, como en La fiesta de Baco de Velázquez, algunos terminarán jugando al truco o al tute, y al morir el día estarán todos borrachos.
A Sasbersky se le nota la contrariedad, que trata de disimular. Se sienta, pide un café con crema, enciende un cigarrillo y procura pasar inadvertido mientras todos se disponen a manducar como en la última cena. Orgambide opina que está mal que al pobre gordo no lo dejen morfar. Coco Sarriá le guiña un ojo a Lebedev y dice que una cosa es el aprecio al amigo y otra un chancho en Navidad.
Entonces, muy suavemente, con cara neutra de foto cuatro por cuatro y sin responder a las provocaciones, el farmacéutico se pone de pie y se dirige a su auto, estacionado a mitad de cuadra; busca algo en la guantera y vuelve a la mesa con su cachazudo paso de obeso. Se sienta entre López y Cardozo, que están frente a la bandeja y se burlan de él, inoportunos y vulgares. Sasbersky sonríe apenas, y distraídamente saca de un bolsillo de la guayabera una especie de pomito y le quita la tapa. Y pega el grito:
–¡Miren allá, che, un ovni! –señalando para el lado de la plaza.
Y cuando todos se dan vuelta para buscar en el incalculable cielo algún punto movedizo, espolvorea todo el chancho con un polvito blanco que parece bicarbonato.
Cabezón Urreaga se da cuenta y advierte a los demás, que miran unánimemente reprobatorios, inquisidores, cómo Sasbersky se pone de pie.
–Buen provecho y Feliz Navidad, amigos –les dice–. Son dos cosas distintas.
Y camina hacia su auto, meneando la gordura bajo la guayabera que en el calor de la siesta parece un flan encapotado, una enorme serenidad cubierta por túnica blanca.
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