› Por Liliana Mizrahi *
¿Por qué, mami, nosotros no festejamos la Navidad? (Mi mamá planchaba concentrada.) ¿Por qué? Porque no, los judíos no festejan la Navidad. ¿Por qué? Porque no creemos en Jesús. ¿Por qué? Porque somos judíos. ¿Y eso qué tiene que ver? No creemos en Jesús, no es nuestro Dios. ¿Vos no me dijiste que lo que dice arriba en la cruz era Jesús Nazareno Rey de los Judíos? Sí. Entonces, ¿era judío o no? Sí, pero después se convirtió y no fue más judío, por eso no creemos en él. ¿Pero hizo algo malo? Nada, no hizo nada malo pero terminala, no festejamos la Navidad, somos judíos, somos diferentes a ellos y punto.
Yo me quedaba sin entender demasiado, había contradicciones, me sentía un paria, sin fiesta, sin regalos, sin participar de algo que parecía ser tan feliz para todos, y yo afuera (como en la hora de religión y moral), excluida, los miraba con verdadera envidia, el arbolito, los regalos, la familia, la fiesta, la decoración, el entusiasmo, la ilusión. ¡Ah! si alguien me invitara, o si alguien cristiano me adoptara. A algunos hasta los visitaba Santa Claus, no sé por dónde entraba, o sea que Santa Claus era verdad... A mí, por suerte, me llevaban a Harrod’s a verlo, hacíamos una cola larguísima y Papá Noel ahí sonriendo, yo le entregaba una cartita y le daba un beso. En casa, antes de salir, le escribía varias cartas porque me costaba decidir el regalo que quería, que no era fácil y casi siempre recibía un par de zapatos nuevos, blancos, para el verano, que no era lo que yo había pedido, pero estaba muy bien igual. El 25 nos quedábamos en casa, era un día oscuro para mí. Me parecía que todos eran felices y festejaban, cañitas voladoras, cohetes, estrellitas y nosotros en casa como de duelo o en penitencia. Siempre quise festejar la Navidad. Con el tiempo mi familia negoció no sé con qué profeta, y entonces, si bien seguimos sin festejar la Navidad, empezamos a celebrar el Año Nuevo. Yo les decía a mis amiguitas: nosotros no festejamos la Navidad porque somos judíos, pero festejamos el Año Nuevo y recibimos regalos. Así era.
Estrenábamos vestidos, zapatos, la mesa con el mejor mantel y a alguien se le ocurrió que los regalos podían ponerse en el changuito de las compras que estaba escondido porque era una sorpresa. Mi abuelo José se paraba los pelos para arriba y ponía cara de monstruo malo y rugía, iba a buscar el changuito y lo traía haciéndose el león y todos los chicos saltábamos y gritábamos. Yo tenía un poquito de miedo. Empezaba la repartija de regalos. Yo recibía los previsibles zapatos guillermina y algún libro de la colección Robin Hood. Todo era maravilloso. Inolvidable. Habíamos inventado algo que nos compensaba de no poder festejar la Navidad por haber nacido judíos. Solamente había que esperar unos días más. También teníamos estrellitas y cohetes, pan dulce, turrón y mazapanes, como todo el mundo.
Pasaron los años. Mi bisabuela y mis abuelos se fueron. Ya no era lo mismo. Arrastramos esa celebración como pudimos, había más tensiones y nosotros los primos éramos grandes. Yo me compraba mis propios regalos para no frustrarme. Me casé joven, mi marido también pensaba que no podíamos festejar la Navidad porque éramos judíos... y yo sin entender, porque me parecía una fiesta linda y para todos. Nosotros-judíos- excluidos. Mi idea de la Navidad fue cambiando con los años. En 1971 ya tenía un hijito de cuatro años y estaba por nacer mi segundo hijo, se adelantó un mes y nació el ¡25 de diciembre! Ya tenía la Navidad asegurada, tenía mi propio niño y no había excusas para no celebrar. El primer año la familia se reunió contenta, yo armé un canasto de regalos para todos, el muérdago en la puerta, las bolas brillantes de colores, en fin, una mescolanza del primer año de mi hijo con la deseada Navidad. Mi marido se ofendió y tiró por el incinerador todo lo decorativo que representaba la Navidad. Pasaron los años y me di cuenta de tantas cosas. El cumpleaños de mi hijo convocaba a montones de judíos sueltos que no saben adónde ir ese día y anhelan celebrar y estar en familia y con amigos. Son cumpleaños hermosos, llenos de jóvenes de la primaria, la secundaria, la facultad, la familia, primos, vecinos.
Este año, como otros años, armé mi pesebre ecuménico: un pesebrito peruano con sus puertitas de colores, detrás la Menorah, o candelabro hebreo de siete brazos; encendimos unas velitas porque era Januká, la fiesta de las luminarias, que va perfecto con la Navidad; puse una pequeña Torah del otro lado del pesebre, es el libro en el que se formó Jesús, y rodeando todo esto un rosario musulmán. Y les expliqué a mis nietos: este pesebre representa mi deseo, la realidad no es así, pero ésta es mi ilusión de unión y representa la capacidad de reconocernos como hermanos. Digo yo: ¿seremos todos hijos de Abraham?
El fin de semana pasado fue precioso. Se reunieron espontáneamente con nosotros mis dos hijos, mis tres nietos y estuvimos al aire libre jugando y haciendo bromas, el clima era distendido y alegre. Yo los miraba con emoción hasta que me di cuenta de que, en ese preciso momento, era la Navidad, no era 25, pero sí era el espíritu de la Navidad. Salí volando a buscar una botella de champán y me dije ¡festejemos, es hoy! Aparecí con la botella y cosas ricas para comer. ¡Brindemos! ¿Qué festejamos? La Navidad, festejamos el nacimiento de un buen judío, de los mejores, festejamos que somos una familia, somos judíos y algunos somos judeo-cristianos, deseamos la paz, estamos sanos y estamos juntos. ¿Les parece poca cosa? Todos de acuerdo. Brindamos con gusto, todos entendieron y en ese momento fui muy feliz y agradecí mi vida y mi libertad, así de simple.
* Licenciada en Psicología, ensayista y poeta. Su último libro es Mujeres en plena revuelta.
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