› Por Rodrigo Fresán
desde Barcelona
UNO De un tiempo a esta parte –ya lo comenté, uno se vuelve cada vez más raro con el creciente correr de los años y la progresiva lentitud de cuerpo y mente–, he desarrollado un hábito al que, cuando menos, se lo puede calificar de particular. La cuestión es que voy recortando de los diarios y revistas todas las noticias que tienen que ver con el Papa de turno, con el Vaticano de siempre y con su gestión de lo divino y anexos. Guardo todo ese material en una carpetita color verde agua y, cuando tengo que viajar en avión, me la llevo para leer lo recopilado a lo largo de semanas o meses y degustar todas esas minucias ahí arriba, en el gran cielo, donde corresponde, mientras otros se persignan o leen novelas pertenecientes al género “de catedrales” y todo eso.
DOS Entiéndase por novelas “de catedrales” a aquellas que se llaman La catedral del mar o la recién aparecida Un mundo sin fin. La primera la escribió un abogado español –Idelfonso Falcones– idéntico a uno de los compositores e intérpretes de “Macarena” y la segunda un galés con nombre de autor de muchos best-sellers: Ken Follet, quien ya firmó Los pilares de la tierra (Un mundo sin fin es su continuación) considerado el libro más vendido en la historia de España, más de cinco millones desde su publicación a finales de los años ’80. A diferencia de lo que ocurrido recientemente con la obra del inocuo Dan Brown o del talentoso Phillip Pullman, Falcones y Follet no han despertado las iras de clérigos siempre sensibles a detectar la obra del demonio entre los hombres. Las novelas de Falcones y Follet son, supongo, lo que le gusta leer y le gusta que se lea a la Iglesia: libros celebratorios de una lenta y dedicada construcción vertical elevándose hacia el Altísimo cada vez más alto. En cambio, incomodan las conjuras que reescriben las sagradas escrituras o las aventuras juveniles donde se predica la cada vez más evidente ausencia de Dios y se proponen claras metáforas para el catolicismo corporativo como poder despótico. Y el que las altas jerarquías eclesiásticas critiquen y adviertan sobre el aliento satánico de obras de ficción siempre me ha causado asombro. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿No se dan cuenta de que se tratan de ficciones? ¿Y de que acaban promocionando aquello que condenan? De ahí que yo nunca vaya a olvidar las sabias palabras de Sir Ian McKellen –convocado para la versión fílmica de El código Da Vinci– al serle preguntada su opinión en cuanto a las exigencias de religiosos varios de insertar, al principio de la película, un cartel donde se dijera que nada de lo que allí se contaba estaba respaldado por hechos reales. “Totalmente de acuerdo”, respondió flemático Sir McKellen. Y agregó: “Pero entonces que también pongan la misma advertencia al principio de la Biblia, ¿no?”
TRES Y yo ahora, en el aire, hago a un lado el ejemplar de una gran novela católica/pecadora que estoy leyendo, otra vez, por placenteros motivos de trabajo –Poderes terrenales, de Anthony Burgess– y abro mi carpetita color verde agua y me concentro primero en el último escandalete vaticano (la confección de un calendario benéfico con “sacerdotes guapos”, varios de ellos –se supo al poco tiempo– modelos profesionales a los que les encajaron una sotana y no les dijeron de qué iba la cosa). Luego, paso a un resumen de la hace poco emitida encíclica Spe salvi, firmada por Benedicto XVI, donde, básicamente, se condena a toda idea de modernidad porque la modernidad desobedece a Dios, poder supremo e incontestable. Apenas entre líneas, lo que se nos dice aquí es que no es posible un gobierno de los hombres para los hombres. Democracia y ciencia son factores inestables e imperfectos. Quien manda es Dios y, como todo parece indicar que Dios está de licencia por tiempo indefinido, entonces los que deben asumir la dura tarea son ya saben quiénes. Como concluye el filósofo Paolo Flores d’Arcais en el recorte que leo: “El papa Ratzinger se postula para el liderazgo mundial del fundamentalismo religioso, el no terrorista, obviamente”. El problema es que hay tantas maneras diferentes de dar y de repartir miedo. Ya ha quedado más que claro a lo largo de los siglos: la fe mal empleada es, sí, un arma de destrucción masiva.
CUATRO Y mientras yo voy volando este domingo de sol, abajo, en el suelo, las masas católicas marchan sobre Madrid. Son 160.000 fieles convocados por la Iglesia –quien multiplicó, como si se trataran de panes y peces, a los asistentes hasta sumar los 2.000.000– para defender a la familia de los peligros del gobierno de Zapatero que no ha hecho otra cosa que mejorar generosamente el modo en que el clero español es financiado con los impuestos de los contribuyentes. Pero no importan, se supone, los asuntos materiales cuando las huestes de Belcebú hacen de las suyas. A saber: casamiento homosexual, leyes blasfemas, investigación terapéutica con embriones, nuevas materias escolares que “manipulan la educación de los jóvenes”, divorcio express, el horror ante la posible despenalización del aborto y las campañas informativas de anticoncepción. Varios purpurados pasaron por el palco –hay que decir que ninguno de ellos con look digno de figurar en ningún almanaque fashion– y advirtieron, con esa voz rara, como modulada por extraterrestres, sobre los peligros del “laicismo radical” y la seducción diabólica de varios modelos de familia. “Gays siempre hubo, qué le vamos a hacer. Que vivan juntos, pero nada de llamarlos familia”, apuntó un fervoroso. Y muchos declaraban cosas por el estilo, los rostros crispados, los puños en alto, los mansos de corazón y apocalípticos de cerebro. Y así la paradoja: la Iglesia se la pasa advirtiendo sobre el advenimiento de un nuevo oscurantismo cuando lo único que desea es volver al sitio de privilegio que tenía en la Edad Media.
CINCO Y mirando por la ventanilla yo me pregunto lo que tantos se preguntan de vez en cuando. ¿Dios existe? ¿Creo en él? ¿Cree él en mí? Quién sabe... De una cosa estoy seguro: la idea de Dios que me resulta más cercana y posible no fue propuesta por un profundo filósofo o por un elevado teólogo sino por un rocker llamado Ray Davies en una canción titulada “Big Sky” incluida en un curioso y magistral álbum pastoral y puritano de 1968 –donde se llega a defender la preservación de la virginidad hasta la noche de bodas– llamado The Kinks are The Village Green Preservation Society. Allí, en ella, Davies –quien se sintió extáticamente inspirado en un atardecer en Cannes, contemplando desde el balcón de su hotel “a ejecutivos ocupándose de sus asuntos allí abajo”– ideó un entidad divina llamada Gran Cielo que nos observa desde lo alto pero que no se entromete en nuestras cuestiones. Gran Cielo no está muerto, pero estamos muertos para él aunque Gran Cielo “se siente triste cuando oye a los niños gritar y llorar”. Gran Cielo “es demasiado grande como para deprimirse y simpatizar” y está demasiado ocupado consigo mismo como para encargarse de nuestras pequeñeces. Y concluye: “Un día seremos libres, nada nos importará, espera y verás / hasta que ese día llegue no te derrumbes”, porque “cuando siento que el mundo es demasiado para mí, pienso en Gran Cielo y ya nada me importa demasiado”.
Y a Davies (y a mí) le alcanza y le sobra con eso.
Y de eso se trata.
Y –si mal no recuerdo, mientras me ajusto el cinturón, aterrizando– de no tomar el nombre de Dios en vano.
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