› Por Juan Gelman
O Hernández, o González o Martínez y hablar mal inglés es un grave riesgo en EE.UU.: se corre el peligro de una detención sin más trámite y la expulsión del país por portación de apellido si el que lo lleva es un indocumentado. Las cifras del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) indican que el número de estas detenciones aumentó casi un 30 por ciento en el año fiscal 2007 respecto del año anterior: 27.900 y 19.700 personas, respectivamente. Y hoy no es como antes, cuando al arresto seguía casi inmediatamente la deportación. Ahora procesan a no pocos inmigrantes y pasan períodos imprevisibles detenidos en cárceles de ciudades y condados, incluso privadas –aunque el delito es federal–, conviven con delincuentes comunes y son inopinadamente trasladados de un estado a otro, dificultando así la tarea de los abogados defensores. Cuando hay.
De los 37,9 millones de inmigrantes de EE.UU. indocumentados o no –uno por cada ocho habitantes del país– que el Centro de Estudios de Inmigración registra (EFE, 28-11-07), unos 21 millones son mexicanos y más de la mitad carece del permiso de estadía, según ciertas estimaciones. El Independent Media Institute (IMI) señala que la histeria anti-inmigrante ha llevado a 46 legislaturas estatales a aprobar, apenas en once meses de este año, unas 250 leyes contra los indocumentados (www.alternet.org, 29-12-07). Y más: se presentaron 1560 proyectos de ley con la misma finalidad, el triple de los propuestos en el 2006. Diferentes ciudades y condados adoptaron centenares de medidas de idéntico sentido. El ayuntamiento de Hazleton, Pennsylvania, votó una ordenanza que prohíbe a los propietarios de viviendas rentarlas a extranjeros indocumentados. El ejemplo cundió.
Las autoridades de Lake Avazu, Arizona, cerraron en febrero pasado un acuerdo con la Policía Federal para que sus agentes entrenaran a los policías locales en métodos de interrogatorio y detención de los llamados “ilegales” a fin de deportarlos. Otras ciudades siguieron este modelo. En junio del 2007, el ayuntamiento de Green Bay, Wisconsin, votó una disposición por la que se anula la licencia de dueños de comercios que contratan a indocumentados. En el condado William Country, Virginia, se creó en octubre una unidad policial especialmente dedicada a perseguir indocumentados y se cancelaron prácticamente todos los servicios que se prestaban a inmigrantes. El mismo mes, la policía de Missouri detuvo a los pasajeros indocumentados de una camioneta con el pretexto de que seguía muy de cerca a otro vehículo. Matt Blunt, gobernador del estado, elogió profusamente el operativo y la entrega de las personas arrestadas a las autoridades de migración. Más: se comprometió a “hacer todos los esfuerzos necesarios, adoptar todas las medidas necesarias y dar cada paso necesario para garantizar que se apliquen las leyes contra la inmigración ilegal”. Al parecer, a Matt Blunt le resulta necesario.
El investigador Peter Schrag señala que algunos ayuntamientos que aprobaron medidas similares tuvieron que dar marcha atrás. En Riverside, Nueva Jersey, se derogó la ordenanza anti-inmigrantes que provocó el éxodo de indocumentados –en su mayoría, brasileños– que trabajaban en restaurantes, peluquerías y comercios. Es que algunos tuvieron que cerrar y, como es notorio, la ideología dominante en EE.UU. pasa por el dinero más que por el racismo. No sorprende entonces que las autoridades de ocho estados, entre ellos algunos de los más conservadores de EE.UU. –Georgia, Carolina del Sur, Montana– estén solicitando la derogación o postergación de la Ley federal de identificación genuina de 2005 que, a partir de mayo próximo, impondrá una serie de severos requisitos para obtener la licencia de conductor y otros documentos de identidad estatales. Tampoco esto es producto de un pensamiento liberal: entre otras cosas, se agravará la escasez de conductores con consecuencias para el público, los burócratas y los políticos.
El otorgamiento de licencias de manejo es la más candente de todas las cuestiones relativas a los indocumentados porque constituye de hecho un documento de identidad. Hasta los legisladores más proclives a la legalización de los inmigrantes confiesan que lograrlo es, por ahora, una batalla perdida. La Arquidiócesis de Chicago emitió una declaración en la que subraya que la ley mencionada “abusa del temor de la comunidad con el argumento de que esta acción incrementará la seguridad nacional”. A partir de mayo próximo, los Fernández tratarán de no chocar con otro vehículo: irán presos pues no tienen licencia de conductor ni seguro. Los Hernández enfermos no buscarán tratamiento. Con el bachillerato y 18 años cumplidos, los González no podrán entrar a la universidad ni conseguir un empleo en blanco y muchos Martínez seguirán temiendo los allanamientos nocturnos y las detenciones en la calle. La democracia estadounidense es ciertamente curiosa.
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