Vie 11.01.2008

CONTRATAPA

Cobrador

› Por Julián Bruschtein

Donde está la injusticia está el Cobrador imaginario, un impulso que busca el equilibrio desde la inhumanidad onírica de un semidiós. Ruben Fonseca lo desenterró del alma humana con la sagacidad de un clásico griego. ¿Por qué si la injusticia es cruel e irracional no puede anidar en el fondo del alma una fuerza contraria con la misma carga? Cobrador escribe: hambre, frustración, muerte, pobreza... Y busca matar para cobrar alguna de esas deudas. La injusticia y Cobrador tienen meta, objetivos, pero son irracionales, descontrolados. La injusticia no tiene explicación, simplemente es aceptada por costumbre, por la fuerza o por imposición cultural. Cobrador irrumpe, equilibra y revuelve el caos.

En la visión del escritor brasileño, llevada al cine por el director mexicano Paul Leduc, Cobrador no se propone transformar una sociedad plagada de injusticias. Aparece simplemente como un producto de ella que la contrapesa. Los sueños no tienen corrección política, están en una zona espectral de contornos difusos. Cobrador surge de esa zona de donde vienen todos los personajes de la mitología, donde la razón y los sentimientos interactúan de forma absurda pero inquietante porque incorporan lo negado, lo incorrecto y vergonzoso. Por eso es infantil criticarle a Cobrador que no milite en un partido revolucionario: simplemente actúa, acecha al que le debe, se asume como el Dios Acreedor Supremo en un mundo donde la violencia se multiplica exponencialmente igual que la informática.

Dios no existe pero está en la cabeza de todos. El acreedor supremo tampoco existe, pero está en la cabeza de todas las víctimas de la injusticia, en el deseo, la impotencia y el dolor. No es un programa político. Es el huracán turbio y furioso de la impotencia con el que se van a dormir los que perdieron su casa o los que ven a sus hijos en la misma miseria en la que se fueron sus vidas, los reprimidos por las dictaduras, los desplazados, los pisoteados o los trabajadores de las minas de oro de Bello Horizonte, como el protagonista de la película. Esa noche cerrarán los ojos y tendrán revancha.

Como el Cíclope o las sirenas de la Ilíada, Ruben Fonseca descubre un animal enroscado en el alma de los hombres. Un fantasma que se esconde detrás de sus rostros, un vector de violencia que los empuja. Lo descubre y le da nombre: Cobrador.

En la película de Leduc, junto a Cobrador aparece una hija de desaparecidos apropiada por represores. Es un agregado de Leduc porque ese personaje no está en el cuento de Fonseca. Se ha criticado al director mexicano por esa heterodoxia o por bajar a un plano tan concreto un relato de ficción casi sobrenatural.

Las fotos de Sebastiao Salgado convirtieron a los mineros de Brasil en un paradigma desaforado. Los cráteres inmensos en la selva, con cientos de hombres embarrados que hurgan la tierra y trepan en filas cargando bultos de piedras por escaleras de palos y sogas, conforman un escenario apocalíptico. La apropiación de hijos durante la dictadura, las Madres de Plaza de Mayo, los desaparecidos, tienen para los argentinos un significado concreto. Pero en el mundo, la fuerza voltaica de esas historias las incrusta en los miedos universales, en las sombras inasibles del terror inexplicable. Esa potencia las arranca de lo concreto para instalarlas en lo simbólico, como un clásico griego.

Son historias que fuera de Argentina se distancian de lo puramente testimonial y ocupan ese lugar de todos los miedos, todas las injusticias todas las valentías y todas las locuras de un mundo saturado de violencia. En la Argentina, la carga de esas historias es tan concreta que cuando se las toma con un simbolismo más genérico, a veces desconcierta. Pero fuera de la Argentina, esa misma fuerza tiende a convertirlas en eso, son metáforas dramáticas para situaciones humanas desbordadas.

En Cobrador, el minero brasileño se hermana en su sueño con la argentina hija de desaparecidos. Desde lo testimonial parece puro esquematismo traído de los pelos. Pero desde lo simbólico son torbellinos de energía desbordada, no hay incorrección política porque no hay programa para la acción. Lo cual también es desconcertante para los argentinos ya que siempre ha habido un reclamo no explícito de corrección política para los familiares de desaparecidos, el miedo a la revancha, el rechazo a la justicia por mano propia.

Esos enfoques posibles tan diferentes demuestran que, a pesar de los años, en la Argentina todavía es difícil mirar estas historias con distancia, sin el detalle testimonial ni la rigurosa contextualización política. Al mismo tiempo, esas historias han traspasado fronteras, han salido del contexto que las originó y asumieron relatos nuevos, casi míticos, que se insertan en otros imaginarios. El mito y la realidad no son imágenes espejadas, aunque están relacionadas.

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