› Por José Pablo Feinmann
No hubo un solo día sin sol en San Clemente del Tuyú. No lo hubo, al menos, durante los veranos de 1952 y 1953. Si le pido un esfuerzo a mi memoria acaso recuerde uno. Pero no sé si fue el día o mi incertidumbre de pibe veraneante que siente, inesperadamente, que en el Paraíso puede existir también el miedo o, por decirlo con mayor justeza, la ansiedad. En esa época, para ir a San Clemente, había que recorrer todavía ochenta kilómetros de un primitivo camino de tierra, lleno de pozos y de malas sorpresas, la menor y más común de las cuales era reventar una goma. Esperábamos a mi padre. Porque él, que nos había llevado la primera vez, luego volvía a Buenos Aires para trabajar, para seguir al frente de algo vago para mí que se llamaba “los negocios” o “el trabajo”, más raramente “la empresa”. No creo que mi viejo tuviera una empresa. Había tenido dinero en el pasado, cuando era médico, pero dejó la medicina y luego nada le fue del todo bien. Igual le había quedado eso a lo que también vagamente para mí le decían “fortuna”. Creo, ahora, que significaba que se había quedado con unos cuantos pesos de su pasado de médico y vivíamos más de eso que de la “empresa” actual. Era ya avanzada la tarde y el viejo y su noble Nash no aparecían. El Nash es otro personaje de los veraneos en San Clemente. Siempre que entrábamos en el pueblo lo hacíamos por la playa. El Nash era tan poderoso que podía atravesar hasta la arena húmeda, barrosa, de la orilla del mar para que nosotros exclamáramos felices que las olas estaban hermosas, que el día era buenísimo y que en menos de media o una hora estaríamos en la playa. Que el día estuviera bueno era que “el tiempo” lo estaba, que había “buen tiempo”, que hacía calor, había sol y nos bañaríamos una y muchas más veces en el mar. ¿De qué año era el Nash? Vaya uno a saber. Era seguramente otro resto arqueológico del pasado floreciente de papá. Del ’43 o del ’46, por ahí. A San Clemente llegábamos con mi mamá, mi hermano, algún amigo de mi hermano, Rosario, que era la “sirvienta”, y Bongo, nuestro perro. Que se llamaba Bongo por ese personaje de Disney que anda en una especie de triciclo o bicicleta sin manubrio. Ni una cosa ni la otra. Nunca supe, lo confieso, en qué se desplazaba el Bongo de Disney. Pero el nuestro era un perro atorrante. Se lo llevaba la perrera –en Belgrano R, donde vivíamos– y lo íbamos a buscar. Detrás de un enrejado, rodeado de muchos compañeritos de infortunio, Bongo nos esperaba; tenía su cara casi incrustada contra las rejas y una mirada de susto y de soledad que te partía el alma. Nos lo devolvían y nos entregaban un cartoncito en el que decía por qué lo habían recogido. Siempre era por perro “vagabundo”. Pero lo notable no era eso. Había, en el cartoncito, un apartado que decía “raza”. De qué “raza” era el perro que los malditos de la perrera se habían llevado. A Bongo siempre le ponían: “indefinida”. Teníamos un perro de “raza indefinida”. Y era eso: un perro cualquiera, un vagabundo de las veredas y las calles serenas y semivacías de Belgrano R. Cierto día, embarazó a una perra finísima de la otra cuadra, una perra de pelo largo, de largas orejas y unos colores hermosos entre blancos y marrones. Vivía en Sucre y Estomba y sólo la sacaban a pasear con correa. Imagino que alguna vez se escapó y cayó en las garras de Bongo, que, esto se había comprobado ya demasiadas veces, era un perro muy ardoroso, el macho del barrio. Al tiempo, la perra tuvo unos cachorros horribles. Porque sé que no lo dije pero lo habrán sospechado, Bongo no tenía nada de lindo. Era negro, petiso y tenía una cola que no valía mucho. Vino a vernos el dueño de la desdichada perra, furioso. Le pedimos disculpas pero le dijimos que al Bongo nosotros lo soltábamos a la mañana y él recién regresaba a la noche, rasgaba la puerta (que estaba blanca de sus arañazos, desteñida sin remedio) y entraba. ¿Qué podíamos hacer? El hombre nos dijo que quería cruzar a la perra con un perro de raza para que tuvieran perritos de exposición. Y Bongo, no. Nada que saliera de él podía ser de exposición. Salvo su alegría, su amor a la vida, su fidelidad a la familia y sus largas siestas junto a la estufa de carbón o de antracita en invierno. Papá lo quería más que nadie, hecho que fue germinando con los años; hecho, lo juro, sorprendente. Nadie quiso a Bongo como papá. Cuando regresaba tarde a las noches, luego de oír sus rasguños en la puerta, papá le abría y fingía retarlo: “¿Estas son horas de venir?”. Bongo metía su pequeño rabo entre las piernas y rajaba escaleras arriba. Volvamos al viejo. Había llovido y todos conjeturábamos que el camino de tierra se habría puesto intransitable, que papá no llegaba, que no había entrado a la tierra o se había quedado en alguno de esos pozos que serían ya ciénagas temibles. De pronto, doblando por la calle de la estación de servicio que se llamaba Mintrone, porque era del señor Mintrone, que también conocíamos de la playa, ¡apareció el Nash con el viejo adentro! Qué alegría. Esa noche cenamos croquetas de verdura (que hacían, al fritarse, un sonido que aún recuerdo) y milanesas con papas fritas y huevos fritos. Creo que yo ignoraba que existieran otras cosas para comer. Todo tenía que venir con huevos y papas fritas. Los bifes, sobre todo. A veces la vieja y Rosario hacían algo que llamaban “arroz a la cubana”, que me gustaba por la banana frita y por, desde luego, los huevos fritos, que eran siempre dos.
Ir a la playa era una fiesta. Teníamos que caminar una cuadra y media y ya estábamos. El camino era de arena. Todo era de arena en San Clemente del Tuyú hacia 1952, ’53. Tampoco sabíamos si la distancia hasta la playa era, como dije, de una cuadra y media. Nadie medía nada. Acaso en el pueblo habría algo parecido a una cuadra. Sobre todo en la esquina donde estaba la “boîte”. Se llamaba Le Pirate y ahí yo no iba, la miraba de afuera, como el pibe de “Cafetín de Buenos Aires”. Iban mi hermano y sus amigos, porque mi hermano me llevaba nueve años, que eran muchos. Después yo escuchaba sus relatos fabulosos, que versaban sobre mujeres, “bailar suelto” y tomar cerveza. Pero iba a la playa, ya lo creo que iba a la playa. Llevábamos sombrillas, sillas, reposeras, pelota de fútbol (pero de goma) y llevábamos a Bongo. La playa era toda para nosotros. No digo que no hubiera nadie. Pero los que había eran tan únicos, tan dueños de todo, tan bendecidos por el espacio, la arena, el sol y el mar y su brisa fresca como nosotros. Bongo era la estrella de la playa. Era, para él, llegar y correr hacia el agua y tirarse de cabeza y empezar a nadar. Detrás de él corría yo. Porque teníamos el gozoso hábito de bañarnos juntos. El nadaba moviendo muy velozmente sus patitas delanteras. Era tan lindo Bongo. Sé que dije que no tenía nada de lindo. Pero no: su belleza estaba en otra parte. Sería de “raza indefinida”, pero te mataba de simpático y movedizo y juguetón que era. Yo sabía nadar como sabía comer o jugar a la pelota. Jamás recordé cómo aprendí. Un chico de esa época en San Clemente no aprendía a nadar. Se tiraba al agua y listo, nadaba.
A la tarde desenterrábamos almejas, que era una ciencia. Cavábamos hondo, teníamos baldes y las metíamos ahí. La vieja y Rosario algo harían con ellas. También jugábamos a la pelota. Ahí yo me mezclaba con los amigos de mi hermano. Nunca me arrepentí de haber crecido con varones mayores que yo. Adivinaba en ellos mi futuro. Me decían cómo había que hacer las cosas con las minas. Cómo se bailaba. ¡Hasta cómo se “chapaba”! Porque, durante esos años, apretar era chapar. Pero yo solía atormentarlos. En Buenos Aires les ganaba al ajedrez. Y en San Clemente, siempre que alquilábamos caballos, me les reía en la jeta. Lo juro: eran ya grandotes con algunos pelos en la cara y granitos que anunciaban la avanzada adolescencia y yo, que tenía nueve años, tenía que lanzar mi caballo al galope para que los matungos de ellos se movieran. “Dale, Josecito”, me decían. “Galopá que te seguimos”. Y al cabeza era robo. En San Clemente, pese al gran, al desmedido espacio, no se jugaba al fútbol sino “al cabeza”. Supongo que todos saben cómo se juega al cabeza. Yo los despedazaba a los grandotes boludos. Mi técnica era sencilla: cabecear fuerte y abajo. Igual que el cabezazo que le metió Pelé al arquero inglés Banks en el Mundial del ’70 ¡y Banks se lo sacó! Los grandotes no veían una. Además, atajaba bien. Era delgadito y veloz. Mis triunfos “al cabeza” se me volvieron, con los años, en mi contra. Me cargaban. “¡Y cómo vos no vas a jugar bien ‘al cabeza’ si lo único que sabés usar es la cabeza!” Qué injusticia. También nadaba y me largaba al galope por la orilla del mar. Cierta vez, iba tan rápido que un paisano quiso pararme creyendo que se me había desbocado el caballo. Paré y le dije que no se preocupara, que siempre galopaba así. Me sentía Rocky Lane o Gene Autry o Tex Ritter o El Corto o El Sargento Kirk, porque en San Clemente empecé a leer “Misterix”, hasta eso pasó.
En suma, lo más lindo de esos días, ahora que miro ese pasado desde este presente con más años detrás que adelante, pero también con una madurez y sobre todo con unas ganas de escribir que ahí apenas si asomaban, es algo tan sencillo como poderoso: en San Clemente del Tuyú, en 1952, 1953, en esos veraneos, estaban el viejo, la vieja, mi hermano, los amigos, Rosario y el Nash, estábamos todos. Hasta el Bongo estaba.
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