Dom 03.02.2008

CONTRATAPA

Rosario y el mar

› Por José Pablo Feinmann

¿Qué edad tendría? No recuerdo haberme planteado esa pregunta. Pero era una muchacha grande. Para mí, que tenía nueve años, el mundo estaba lleno de gente grande. Más chico que yo, el Bongo y punto. Después, todos los otros, o eran más altos que yo o eran más grandes, que venía a ser lo mismo, las dos cosas venían en el mismo paquete. El más grande de todos era mi papá, que era grande en serio. Porque el viejo me había tenido tarde. A los cincuenta años. La leyenda familiar decía que era porque mi hermano, que tenía entonces nueve años (igual que ahora yo, aquí, en San Clemente), había pedido tener un hermanito. De buenos, mis viejos se lo dieron. De esa veleidad de mi hermano he venido al mundo. Si a mi hermano no se le daba por tener un hermanito, me perdía la aventura de la vida. Nacer, criarse y crecer con un viejo que te tuvo a los cincuenta no es fácil. Ahora los pibes están acostumbrados. Hay viejos que tienen hijos hasta a los ochenta. Pero en San Clemente, por ejemplo, yo tenía nueve años y mi viejo ya andaba por los cincuenta y nueve. Te la regalo. Esa era la edad que me preocupaba. ¿Se moriría mi viejo dejándonos indefensos? ¿Indefenso sobre todo a mí, que era un niño? Porque así como un tipo de cincuenta y nueve ya era casi un viejo, un pibe de nueve era un chico, jugaba a la pelota, robaba nísperos en los jardines vecinos, iba al puente de Superí a buscar cañas para hacer barriletes, jugaba al cabeza en San Clemente, andaba a caballo, se metía en el agua, atravesaba las olas antes de que rompieran y coleccionaba figuritas Starosta. Pero nada de esto habría de ser posible si el viejo se moría. La muerte fue, desde el inicio, el tema de mi vida. Crecí temiendo perder a mi viejo. Tener nueve años y ver que tu viejo ya tiene el pelo blanco, en tanto los viejos de tus amigos son todos tipos de treinta o menos y no tienen una cana ni para adorno, no es fácil. No lo fue para mí. A veces, en Villa Margarita, que era la casa que alquilábamos en San Clemente, si el viejo dormía la siesta, o aun a las noches, cuando me levantaba para hacer pis, iba a mirarlo a su pieza. Me quedaba quieto y vigilaba su respiración. Si el viejo respiraba, todo bien. Siempre, por suerte, mientras fui un pibe, respiró. Me iba tranquilo.

La primera, real experiencia con la muerte sucedió la tarde en que se ahogó Rosario. No se ahogó del todo. Pero, en el vocabulario de la época, ahogarse ya era si el mar te llevaba lejos. Estábamos en la playa. Era el atardecer. Rosario se había hecho una amiga, otra sirvienta como ella. Ya aclaré que sirvienta era lo que hoy se llama, supongo, encargada doméstica. Como sea, les confieso algo: Rosario sería una sirvienta, se la calificaba con ese sustantivo feo, todo lo que quieran, pero las sirvientas, en los cincuenta, trabajaban todas. Ahora, las empleadas domésticas la pasan peor o no tienen trabajo. O tienen trabajo esclavo en algún garaje clandestino. Pero nadie les dice sirvientas, eso no. Rosario tenía también a Evita. Evita era la virgen de todas las sirvientas, las cuidaba, velaba por ellas. El día en que murió Evita, Rosario, que estaba en la cocina, no paraba de llorar. Yo andaba por ahí, jugando con el Mecano o armando un rompecabezas o pegando mis figuritas en el álbum (que se pronunciaba albún). De pronto, no sé por qué, me reí. De cualquier pavada, no recuerdo cuál, la risa inocente de un chico que juega en su casa antes o después de hacer los deberes. Para qué. Rosario la llamó a mi vieja y le dijo que Evita se había muerto y “Josecito” se burlaba, se reía. ¡Qué julepe se agarró mi vieja! No, Rosario, le decía, Josecito está jugando, cómo se va a burlar de Evita, todos estamos tristes en la casa, todos queríamos a Evita. Ma qué la iban a querer. Pero Rosario, en casa, era Evita. Evita en la cocina, pero Evita. Bien, esa tarde, en San Clemente, Rosario se había hecho amiga de otra sirvienta como ella. Si me vuelvo a preguntar qué edad tendría, acaso podría arriesgarme a decir que tendría diecinueve años. A lo sumo, veinte. Para mí, una mujer grande. Mi hermano, que me llevaba nueve años, según dije, creo, decía habérsela movido. No sé. Esa tarde Rosario ni bola le daba a mi hermano y, con su amiga, se había unido a un grupo de muchachos y muchachas. Mi vieja la dejaba. El viejo, esa tarde, estaba en la casa. Al rato, Rosario, su amiga y dos muchachos más se meten en el agua. Se meten bastante hondo y se toman de las manos y hacen una especie de ronda. No recuerdo en qué andaba yo. Pero los vi y me pareció fenómeno que Rosario se divirtiera. Mi vieja, la escuché, dijo: “Ah, esta chica. Es una muchachona”. Muchachona o machona no era precisamente puta, pero andaba por ahí. Si una chica se volvía demasiado muchachona ya era una puta irredenta. Si era sólo muchachona o machona, todavía no. Pero ojo, había que vigilarla. Creo que a Rosario le gustaba estar con esos muchachos y jugar a la ronda en el agua. Todo iba bien. El Bongo corría por la orilla. Y mi hermano hablaba de cualquier cosa con sus dos amigos. Alguna vez voy a hablar de los amigos de mi hermano. Eran grandes como él, de su edad. O sea, mucho más grandes que yo. Pero eran dos papanatas irrecuperables. Para mí, la expresión “grande y boludo” o “vieja, haceme grande que boludo me hago solo” fue una experiencia más de San Clemente.

De pronto, la amiga de Rosario y los dos muchachos que jugaban a la ronda con ella empiezan a gritar. Gritan: “¡Rosario se está ahogando!”. No lo pude creer. Rosario se había ido mar adentro. Parece que vino una ola y se la llevó. O una corriente o una marejada. El caso es que se fue. Y ni su amiga ni los dos salames que estaban con ella atinaron a nada. Era terrible verla flotar a Rosario. Tenía los brazos extendidos y la cara hundida en el agua, el pelo negro flotaba a lo largo de su espalda como una estela. Estaba lejos. Nadie se metía tan adentro en el mar. Si estabas ahí era porque te estabas ahogando, porque tenían que sacarte. Esa fue mi primera, concreta experiencia de la muerte. Verla a Rosario que flotaba mar adentro, sin levantar su cabeza, hundiéndola en el agua, sin poder respirar. Era evidente que no podía respirar. ¿Cómo habría de respirar si tenía hundida la cara en el agua? Entonces estaba muerta. Ya estaba muerta. ¿Cuánto podía aguantar sin respirar? El drama no tenía solución porque el lugar en que estábamos no era un balneario. No había balnearios. No recuerdo carpas. La gente llevaba sus sombrillas, las clavaba en la arena y se acabó, a tomar mate, a jugar a la pelota, a meterse en el mar. Si no había balneario, no había bañero. Esto era lo que nos hacía sentir a todos que Rosario se moría. Nadie podría salvarla. Nadie sabría nadar hasta ahí y traerla. Sólo un bañero. Pero San Clemente tendría uno o dos bañeros para una larguísima extensión de la costa. Mi vieja lloraba como loca. No lo pudo tolerar. Agarró sus cosas y se fue. Todos gritaban. Todos miraban esa figura cada vez más lejana, Rosario. Yo estaba temblando, enmudecido. Eso era morir. Esa era la desgracia. Y algo más, algo profundo, algo que un niño de clase media tiene inoculado y sólo la vida (su decisión libre) le quitará o no: si a alguien le tenía que pasar algo así era a Rosario. Porque era pobre. Y porque a los pobres siempre les pasan cosas feas. Porque sí, porque son pobres. Ahora tenían suerte porque se decía que Evita los cuidaba. Pero no era suficiente. Las desgracias rondan a los pobres. Ellos mismos lo saben y tienen una frase estremecedora, dura: “La suerte de los pobres”. ¿Quién le había dicho además a Rosario que se fuera a machonear con esos muchachones? Esto le diría mi vieja esa noche. Vos también, Rosario, mirá lo que se te ocurre. Irte con esos tipos a hacer la ronda donde no se hace pie. Porque el mar se dividía en dos partes: la parte en la que hacías pie y la parte en que no hacías pie. Parece que Rosario, de machona nomás que era, se metió, en medio de su entusiasmo, donde no se hacía pie. La tragedia había sido inevitable. A los dos boludos amigos de mi hermano jamás les pasaría eso. Eran blanquitos. Y uno, de ése sí que no me olvido, era socio de la Acción Católica e iba a misa los domingos, en el barrio, en la Iglesia San Patricio. Ya se veía que iba a ser gordo. Boludo, seguro. Ninguno de ellos hizo el más mínimo gesto para ayudar a Rosario. Ni locos. No los culpemos demasiado. Rosario ya estaba demasiado lejos. Se moría. Se ahogaba.

Entonces apareció un tipo a caballo. Tenía una remera, un pantalón de baño y montaba en cuero. Tenía bigotes finitos. Esto me quedó grabado. No era alto pero era sólido, morrocotudo. De un salto se bajó del caballo, se sacó la remera y se metió en el mar. Todo fue fácil. Nadó hasta Rosario y la trajo. Le hizo esas cosas que se les hacen a las personas que se ahogan, respiración boca a boca, le golpeó el pecho, eso. Rosario revivió. El tipo no dijo una palabra. Montó otra vez su caballo y se fue. ¿Quién era? ¿El Llanero Solitario? ¿Colt Miller? ¿El Superhombre en malla? ¿El Hombre Murciélago? (Ahí no existían ni Superman ni Batman. Eso vino después.) ¿Quién era? Era Dios, dijo una señora. Y se santiguó. Bué, seguro que era de las que iban a la Acción Católica como el amigo boludo de mi hermano. El otro era judío, pero boludo también. Ya me voy a ocupar de los dos. La cosa es que Rosario se levantó. Se puso contenta. Sonreía. Y el gran susto quedó atrás. Rosario era una chica linda. Tenía unos dientes hermosos y una sonrisa alegre. Era oscurita, desde luego. Las sirvientas eran oscuritas. Oscurita y sirvienta era casi lo mismo. Y “oscurita” escribo yo ahora. Oscurita tu abuela. Rosario era una negrita. Había venido de Santiago y era muy trabajadora. Tenía un bozo terso sobre los labios y eso la condenaba aún más. Lloró el día de la muerte de Evita. Lloró esa noche en la casa, al volver. Porque todo el susto le vino de golpe. Mi vieja la abrazó. Mi viejo le fue a comprar chocolates. Pero era mala también. Vieran lo que nos hizo a un amiguito mío y a mí. No sé por qué, de mala nomás. Es feo lo que tengo que contar. Raro. Tendríamos siete años o por ahí. Nos pidió a los dos que abriéramos grande la boca. Cuando lo hicimos, muy tranquila, nos metió una escupida a cada uno, la dejó caer como una hostia, un sacramento. Al Bongo lo quería como loca. Después del viejo, nadie lo quería como ella. Qué suerte que no se ahogó. Había sido muy horrible verla irse hacia el horizonte, hacia lo inalcanzable. Después llegaron dos bañeros. Tarde, claro. Les dijeron sobre el tipo de a caballo que había salvado a Rosario. No lo conocían. No, no era bañero. Los bañeros eran ellos. No sabían quién podría haber sido ese hombre. Nadie lo supo. Ni Rosario, que le debía la vida.

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