Lun 04.02.2008

CONTRATAPA  › PAISES IMAGINARIOS

El Reino del Preste Juan

› Por Leonardo Moledo

Hoy, los lugares fantásticos fueron desplazados por el turismo y el espacio virtual; pero en la época medieval, sin comunicaciones, ni por supuesto Internet, los lugares imaginarios gozaban de un prestigio inmenso, algo parecido a lo que pasa hoy con los parques nacionales y las reservas ecológicas. Bastaba un relato, una leyenda suficientemente coherente, y sobre todo atractiva, para que prendiera en gente con ganas de creer cualquier cosa en un mundo que consideraban pronto a derrumbarse en cualquier momento y dar paso a los poco atractivos momentos del Juicio Final. Rastros de esos lugares fantásticos se encuentran en el bello nombre del lugar mágico por excelencia de los cuentos rusos, al que el héroe debía llegar y que quedaba más allá del reino de Tres Veces Nueve, en el Imperio de Tres Veces Diez. La Atlántida, las Tierras de Gog y Magog, y hasta el mismo Edén tenían una ubicación precisa en mapas no menos fantásticos, por los que correteaban los unicornios, las aves rock, el fénix y cuatro ríos que bañaban el paraíso terrenal.

Una de las tierras fantásticas más atractivas para ir a pasar una vacaciones era el Reino del Preste Juan, que surgió de una legendaria carta enviada por un tal “Preste (presbítero) Juan” alrededor de 1150 al emperador Manuel I Comneno de Bizancio, a Federico Barbarroja (emperador del Sacro Imperio Romanogermánico), y, según parece, al propio papa Eugenio III, en la que le hablaba de su reino y le prometía ayuda para conquistar el Santo Sepulcro, en un momento en que la Cristiandad se sentía especialmente amenazada por el Islam, después de que, por suerte, fracasaran las Cruzadas (que distaban de ser nobles emprendimientos y se parecían a orgías de sangre y muerte).

La velocidad inexplicable con la que corren las noticias, en especial las más extravagantes, se ocupó del resto: en poco tiempo, el relato fantástico que contenía la carta fue traducido a decenas de idiomas. Avidos de noticias sobre lugares remotos y, sobre todo, de una defensa concreta contra la amenaza musulmana, los cristianos adoptaron con alegría y esperanza la historia del Reino del Preste Juan.

Este individuo, según decía él mismo, había logrado someter a los musulmanes en su reino y había avanzado valerosamente para luchar por la Iglesia en Jerusalén. La tenaz ilusión de encontrar un líder poderoso que derrotara a los “infieles” fue suficiente para lograr que el Reino del Preste Juan se convirtiera en una tierra tan real, volátil e ilocalizable como el mismísimo paraíso, y para que se creyera en la carta a pie juntillas. Se realizaron montones de traducciones, y se recubrió al mítico lugar (que nadie sabía dónde quedaba, pero que se ubicaba vagamente en Oriente, más allá de Persia y Armenia) con el piadoso manto de realidad del deseo.

Las descripciones de la carta eran realmente asombrosas: las tierras del Preste comprendían cuarenta y dos reyes “buenos y cristianos” y la Gran Feminia, gobernada por tres reinas y con un ejército de cien mil mujeres armadas, además de los pigmeos que luchaban con los pájaros y arqueros mitad hombres y mitad caballos. Había gusanos que vivían en el fuego y producían hebras que se lavaban quemándolas; aves, llamadas grifos, que podían transportar un buey o un caballo a su nido para alimentar a los polluelos. En una provincia del país habitaban hombres con cuernos, un ojo delante de la cabeza y tres atrás.

Y aunque carecía de electricidad, agua corriente y banda ancha, el Preste Juan poseía artefactos tan o más asombrosos: un espejo mágico, fuentes encantadas y aguas que provenían de ríos subterráneos, y que cuando veían la luz se transformaban en piedras preciosas y un collar con tales poderes que quien lo encontrase dominaría las naciones de Africa. No había agua corriente, ni electricidad, pero tampoco había pobres, ladrones y avaros, ni aduladores, ni viciosos, ni mentirosos, ni peleadores, ni pecado (ya que el espejo mágico permitía ejercer una vigilancia digna de Orwell).

Y además, decía el Preste: “Tenemos unas aves llamadas grifos que pueden transportar con facilidad un buey o un caballo al nido para alimentar a sus polluelos. También contamos con una clase de pájaros llamados Ylleriones. No hay más que dos en todo el mundo y viven unos sesenta años, al cabo de los cuales se alejan volando y se sumergen en el mar. En una provincia de nuestro país hay un yermo y en él viven hombres con un cuerno que tienen un ojo en la parte delantera de la cabeza y tres en la trasera”.

¿Cómo podía resistirse semejante cosa, teniendo en cuenta que el Preste Juan, además, descendía de los Reyes Magos?

Desde ya, la carta del Preste Juan no era más que una mera falsificación, que mezclaba los milagros de Santo Tomás, los viajes de Simbad el Marino y romances sobre Alejandro Magno.

Pero a los exploradores medievales les encantaba, y no se cansaron de buscar los dominios de este señor: a veces lo confundieron con el inmenso Imperio Mongol de Gengis Khan, otras lo situaron más allá de Persia y Armenia. Osciló indefinidamente entre Asia y Africa, y perduró en algunos mapas hasta el año 1573. El mismísimo Enrique el Navegante (1394-1460), rey de Portugal, amante de las artes y las ciencias, que no tenía nada de medieval y que fletó una expedición para llegar a las Indias por el Oeste setenta años antes de Colón, estaba convencido de su existencia y lo buscó activamente: exploró el Congo, el río Senegal, el Níger y el Gambia, e incluso envió emisarios a Jerusalén preguntando por el Preste. Obviamente, no tuvo éxito: en Jerusalén contestaron que nunca habían oído hablar de ese señor.

Y el Reino del Preste Juan, finalmente y tras una agitada lucha de unos dos siglos, se esfumó tristemente y sin dejar rastros, salvo la legendaria carta que inspiró a miles de viajeros alrededor del mundo. Se cuenta que, en algunos lugares, gente amante de la fantasía y de lo inútil se embarca en la aventura de buscar los Ylleriones, el espejo mágico y los cuarenta y dos reinos poderosos, sabiendo que no obtendrán resultados, ya que ninguna foto satelital reveló nada, y el Reino del Preste Juan se esfumó decorosamente. Con el tiempo fue sustituido por paraísos igualmente legendarios y más banales, como el ciberespacio, la aldea global y la economía de mercado.

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