› Por Ernesto Semán
desde Nueva York
El martes, mientras 17 millones de norteamericanos votaban para elegir los próximos candidatos presidenciales, George W. Bush enviaba el presupuesto 2008 al Congreso. El New York Times envió la noticia a la página 20 de su edición, aun cuando el proyecto lleva el déficit a 250 mil millones de dólares, aumenta el gasto de defensa y reduce la inversión en el ya deteriorado sistema de salud. De hecho, viendo la campaña y los discursos de los candidatos en la noche, podía pensarse que Estados Unidos está sin gobierno ni presidente: nadie mencionó a Bush, y los candidatos republicanos aprovecharon el momento para criticar duramente al gobierno... republicano.
Pero ahí se termina la aparente irrelevancia de Bush. Buena parte de lo que pasó el martes y de lo que pasará hasta noviembre está marcado por su mandato: si hoy es un presidente débil y negado por su propio partido, no es tanto (en este caso) por sus torpezas, como por haber gastado su capital político en producir una de las mayores revoluciones de la historia de los Estados Unidos, dotándola de un fanatismo ideológico y una profundidad política que la convierte en el escenario obligado de la futura campaña presidencial.
Algo de eso entiende John McCain, el ganador más claro del martes y considerado como el más calmo de los republicanos y con más chances de capturar el voto demócrata. A primera vista, su preeminencia es llamativa: McCain es un pésimo orador, tiene un atractivo difícil de captar a primera vista y lleva demasiados años tratando de lograr la candidatura presidencial. El discurso del martes a la noche, cuando más de tres millones de votos lo acaban de poner a la puerta de su sueño, fue tan poco carismático que dejaba a Hillary Clinton a la altura de una buena oradora. En algunos casos, McCain tuvo, por ponerlo de alguna manera, más suerte que cabeza: El momentáneo éxito de la nueva estrategia en Irak (que él apoyó) o la oportuna defección de Giuliani que le volcó una enorme cantidad de votos. Fuera de eso, McCain es la voz de los conservadores moderados, lo que invita a los conservadores (mucho menos moderados) a augurar que capture parte del voto demócrata y retener la presidencia republicana.
Y ahí es donde pesa la herencia que Bush consolidó. La revolución neoconservadora es mucho más que una frase hecha, y Estados Unidos se ha transformado en un país en donde, para la mitad de la población, es necesario dar cuentas de por qué no se es lo suficientemente de derecha. Negarse a justificar el uso de la tortura como arma legítima le alcanzó para emerger como moderado, en un país en el que ningún candidato de los dos partidos tuvo el reflejo civilizado de su respuesta (“no es un tema que siquiera esté dispuesto a discutir”), algo que surge tanto de sus convicciones como de su experiencia personal de haber sido torturado como prisionero de guerra en Vietnam. Desde entonces, y para imponerse en el partido, se dedicó a moderar su moderación y hacer profesión de fe conservadora: “Que nadie se equivoque, soy conservador y estoy orgulloso de serlo”.
Y es que los candidatos de derecha son tan explícitos en sus propuestas de derecha que las barreras ideológicas que imponen son tajantes. Pocos líderes con aspiraciones de éxito en Argentina o buena parte de Occidente se animarían a proclamas como las republicanas. Romney insistió en que quiere un país en el que “a nuestros hijos los eduquen los padres y no el gobierno”; Mike Huckabee insistió con que el “Estado nos deje elegir nuestro médico y no se quede con nuestro dinero como si esto fuera el socialismo”, algo que por mesiánico no deja de ser enormemente popular, sino más bien al contrario. El tono populista que cautiva multitudes, con que los republicanos se refieren al desinterés por “la gente” de “los que están en Washington”, torna en palabra cotidiana lo que en otros lugares es alarmante, hace del “que se vayan todos” un sentido común expandido a lo ancho de este ancho país y no el emergente de un momento excepcional.
Y ahí es donde el potencial de McCain entra en crisis. El “extremismo moderado” no es sólo una contradicción en sus términos, sino que también es desgastante. Buscar la extensión atenuada de la herencia de Bush es como intentar hacer bonapartismo en la Alemania de los años ’20, y las fuerzas que corporiza McCain van más allá de su bonhomía. La ideologización de la política es tan fuerte que la mayor parte de quienes lo votaron pusieron en el centro de su preocupación la economía, reclamando en los hechos un acento más claro en el componente conservador de la misma.
Si esto es cierto, Hillary Clinton o Barack Obama deberían poder imponerse con facilidad en noviembre. La preocupación por la recesión, el (menos usual) enojo con la cuestión social y el rechazo a la guerra en Irak son todos puntos centrales del clima que ambos pueden encarnar. Pero sucede que los demócratas son conocidos por trabajar meticulosamente, muchas veces, hasta obtener el candidato con más chances de perder la elección general. Y con el karma del fracaso a cuestas, el razonamiento de los demócratas, en los medios, el público y entre los dirigentes partidarios, gira alrededor de quién tiene más riesgos de perder frente a un candidato como McCain.
Con 5,7 millones de votos cada uno y un virtual empate en el voto popular, es difícil decir cuál de los dos es el mejor candidato para noviembre. Los seguidores de Obama suponen que puede ser el mejor por motivos difíciles de compatibilizar: sostienen que puede atraer al voto joven, nuevo y progresista que de otro modo no iría a votar, y al mismo tiempo provocaría menos resistencia en la franja de republicanos a los que habría que seducir en noviembre. Hay un punto cierto: el odio que despierta Hillary Clinton entre los votantes republicanos es sorprendente. Obama, en cualquiera de los dos lugares de la fórmula, podría ser parte clave del éxito.
El fuerte de Clinton debía estar no sólo en los sindicatos de trabajadores industriales y rurales de California y el aparato partidario de las grandes ciudades, sino en la enorme masa de influyentes comunidades inmigrantes, en escuelas de Queens, donde las indicaciones para votar aparecían hasta en ocho idiomas (inglés, español, coreano, ruso, dos dialectos de China, dos de India). Pero la candidatura de Obama atravesó buena parte de esas barreras, aun en los casos en que no se impuso, e hizo una memorable elección. Con la población negra a su favor, el senador de Illinois se llevó buena parte del descontento político y económico: jóvenes y primeros votantes en todos los distritos, pero también una amplia población blanca que había votado a Edwards, inmigrantes no organizados, sectores trabajadores, clase media. En Brooklyn, el distrito más grande y diverso de todo el estado de Nueva York, Hillary se imponía por apenas dos puntos.
Si hay un espacio que se le hizo impenetrable fue el de los hispanos (tradicionalmente vistos como menos dispuestos a votar a un negro), una “comunidad inmigrante” armada desde arriba a fuerza de discursos, políticas públicas selectivas para vivienda o educación y presiones culturales y económicas; mucho más surgida de los presuntos intereses comunes que un trabajador de Honduras y otro de Uruguay podían tener cuando cruzaron la frontera. En ese enorme bloque de sectores medios y bajos, Clinton resultó insuperable en la casi totalidad de los estados.
Quizá lo que sucedió en Nueva Jersey (uno de los estados más importantes de la Costa Este) muestra parte de los complejos cruces de intereses entre los votantes de los dos precandidatos y sus potencialidades. Cerca de las tres de la tarde del lunes, Obama se presentó en el Meadowlands Stadium, sonriente y triunfal, secundado ni más ni menos que por Robert DeNiro y Cory Booker, el popular alcalde negro de Newark de sólo 38 años. El único problema de la gran escena era que en el estadio con capacidad para 20 mil personas había apenas 3 mil, contando casi 500 periodistas. El peso del aparato partidario se notó al día siguiente, volcado masivamente hacia Hillary, apoyada no sólo por el gobernador Corzine, sino por el senador Bob Menéndez (un líder tan tradicional como viciado de todos los vicios). El resultado fue un triunfo más de Clinton, apoyada en la tradicional base partidaria, y un enorme crecimiento de Obama, empujado por un liderazgo joven y una enorme masa de nuevos votantes.
Es demasiado temprano para saber con certeza los motivos del voto a ambos, en un mapa electoral y social tan diverso, pero las primeras impresiones insinúan la posible creación de una nueva coalición en la base política del Partido Demócrata, que se nutre de la contingencia de tener a dos candidatos altamente populares situados en dos lugares distintos del partido y de sus vidas políticas. Obama no sólo ganó en los estados pequeños, y creció enormemente en estados donde tenía escasa presencia hasta hace pocas semanas, en base sobre todo de nuevos votantes. Clinton se impuso en los estados más grandes (salvo Illinois, que Obama representa en el Senado), movilizando y expandiendo la vieja –y hasta hace poco oxidada– estructura y base partidaria. Si eso significa la emergencia de un nuevo tipo de mayoría demócrata sólo se sabrá en noviembre.
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