Mar 08.04.2003

CULTURA

Oscar Landi, el hombre que reía

El destacado comunicólogo murió el domingo a los 63 años. En esta página lo recuerdan y homenajean dos de sus amigos y compañeros de aventuras intelectuales.

Por Mario Wainfeld.
EL PROFESOR LANDINI

Visto de lejos, Oscar Landi no daba la imagen prototípica del intelectual. El tipo era altón, grandote, de manos como aspas, y cuando estaba abrigado (algo bastante usual) parecía una variante de oso. Visto más de cerca, el asma ponía en crisis esa imagen de grandulón, los anteojos generosos en dioptrías lo acercaban al arquetipo. El conjunto de su cabeza, dice Liliana Herrero con razón, lo asemejaba al Beethoven de los bustos más conocidos, con las mechas volando al viento. Unas lanas incontrolables que daban la sensación no ya de ser remisas al peine sino de no haberlo conocido.
Visto de más cerca, lo definitivo eran sus ojos que brillaban alegremente cada vez que se le ocurría una broma, una ironía o una sutileza. Algo que sucedía cada dos minutos, en los días en que no estaba especialmente inspirado.
Y la risa. La risa de Oscar, contagiosa, excitada, era un argumento más y fungía de núcleo de cualquier conversación con él, de sus clases más recordadas, de sus intervenciones públicas. Era un expositor de fuste y un polemista de temer, cuando cuadraba.
Tenía una consistente formación clásica. Era un dialéctico, claro. De Hegel sabía un pedazo y de marxismo otro tanto. A Lenin lo recordaba como si él lo hubiese editado. Y el tramo leído de su biblioteca estaba también pleno de ficciones de todo pelaje. Fue un melómano de gustos vastos y, como cuadra a una persona de paladar tan cosmopolita, un apasionado hincha de River.
Para cuando lo conocí personalmente, en los primeros tiempos de la restauración democrática, había sumado a esa base sólida pero algo densa una mirada versátil y más fresca. Lo suyo era bucear en nuevas realidades, agendas y temáticas. Fue atento observador y teórico de los medios (la tele en especial), las aperturas democrática y cultural lo tuvieron como un observador atento, alegre e innovador. Siempre sospeché y lo “acusé” de que su pionera admiración por Alberto Olmedo –que derivó en textos hoy canónicos– era un rebusque para darle contenido doctrinario a lo mucho que se divertía él viendo programas plebeyos por la tele. En materia de comunicación masiva fue un analista crítico que, sin ser ingenuo, creía en la aptitud de los públicos para resignificar los mensajes de los medios. No fue un “integrado” ingenuo sino un hombre profundamente democrático que, con buena data, rehusaba aceptar que el público era un rebaño incapaz de releer lo que le imponían los emisores.
Entre 1985 y 1990, día más año menos, participamos juntos en Unidos, una revista libro, algo así como trimestral, que creó y dirigió Chacho Alvarez y que luego recaló en mis manos. Eramos ocho o nueve quienes integrábamos el consejo de redacción. El armado de la publicación forzaba a una entrañable rutina, reunirnos en interminables veladas una vez por semana, de ordinario la tarde de los sábados. De esa época recuerdo abundantes charlas de café, casi todas en la plaza Serrano en las que la mitad del tiempo reíamos a carcajadas. El resto del tiempo en algo andaríamos porque la revista salía y no tan mal. De aquellas tertulias derivé para mi acervo unas cuantas lecturas que me recomendó Oscar, enriquecí mi lenguaje con vocablos de la jerga de las ciencias sociales y –espero– a su vera amplié mis horizontes en materia de medios y de convivencia democrática.
Mi mejor recuerdo de Oscar son esas charlas de café cuyo contenido específico escapa a mi memoria. Andando los años, las repetimos, ya sin la revista como pretexto. Y la vida las fue espaciando aunque sin quitarles buena onda ni calidez.
Otro anécdota evocable que me queda por ahí es una movida que se armó a fines del ‘86, la Carpa de la cultura popular, montada en Diagonal Norte y Cerrito. En ella, Oscar y Horacio González urdieron un “Parlódromo” que albergaba un curioso espectáculo destinado a mostrar la futilidad del discurso político. Landi sobreactuaba entusiasta un personaje llamado”profesor Landini”. El núcleo del espectáculo era un pizarrón donde habíanse anotado tres columnas: una con sujetos, otra con predicados y otra con verbos. Lo que hacían Landini y González, ambos con guardapolvo, era combinar de cualquier modo un sujeto, un predicado y un verbo y enunciarlo pomposamente. “Los sectores populares –deben articular– con los medios masivos.” “Los nuevos movimientos sociales –interpelan– a los decisores”. Cada alquimia disparaba un discurso tan pomposo como hueco. No quieran saber el entusiasmo con que obraban, ante un público fervoroso, dos de los científicos sociales más talentosos de la Argentina. El resultado fue memorable: el público rió aún más que Horacio y Oscar. Y ya es decir.
No me precio de ser muy riguroso para las definiciones, pero tengo una hipótesis de qué es lo que define a un intelectual. No pensar, que lo hacen todos los humanos. Ni pensar mucho, que lo hacen los neuróticos. Ni pensar bien, que lo hacen los inteligentes. Lo que pinta al intelectual es su aptitud para hacer pensar a los otros. Eso fue Oscar Landi, en muchos registros, desde la cátedra hasta el Parlódromo. A quienes lo tratamos personalmente nos hizo pensar con aditamentos entrañables: su calidez de hombrón tierno, su risa y su humor, testimonio inolvidable de su fina inteligencia.



Por Horacio Gonzalez.
OSCAR LANDI, PENSADOR DE LA CULTURA

Oscar Landi concluía sus razonamientos con una risa repentina, que comenzaba algo sofocada, tanteando la complicidad de los presentes. Era esa clase de humor que festejaba las rarezas del mundo. Pero además quería señalar que una reflexión sagaz sobre los desgarrones de la historia debía incluir, como justo remate, una necesaria comicidad. Landi fue un pensador de la secreta bufonada de la vida política. Eso no lo alejó de las exigencias más elaboradas del análisis cultural. De ello son testimonio sus meditados libros y sus recordables aguafuertes periodísticas. Pero buscaba el último signo de la política en la existencia agónica de cualquier plan y empresa, allí donde sucumbían las previsiones y se presentaban el descalabro o el abismo.
De remota filiación existencialista, el pensamiento de Landi tenía una originalidad que las ciencias políticas que se practican entre nosotros no solían vislumbrar. Todo acto, pensaba Landi, tanto cargaba su esperanza realizativa como su íntima ruina. Por eso, siendo un optimista cabal (quienes asistimos a su primera militancia universitaria así lo recordamos, y a lo largo de los complicados tiempos argentinos así permaneció), sentía que no se completaba el sentido de las cosas si no se las intuía en su ridícula fragilidad. De allí proviene la risa que iba puntuando sus argumentos, hasta estallar en el resuello contagioso del empeñoso bromista. Es que con la broma y su suave sarcasmo amistoso buscaba profundizar un saber sobre proyectos colectivos que las realidades disponibles podían condenar por ilusorios.
¿Qué realismo conviene a una política que no debe dejar de ser emancipadora y a la vez utópica? Para tratar este problema Landi debió pulir su risa teórica. El bache entre las expectativas humanas y la asidua crudeza de la vida lo habían llevado a ver la política bajo el peso de una filosofía irónica que no por eso abandonaba el examen severo de las condiciones de la existencia colectiva. Nunca dejó de ser un filósofo, aunque sus temas eran la más áspera actualidad y ese primer umbral de los lenguajes que definían el tesoro de trivialidad de las vidas comunes. De ahí sus notables trabajos sobre los medios de comunicación, esto es, sobre las ideologías cotidianas que se revelan en los cuerpos y las miradas para definir nuestros vínculos diarios.
Militante, testigo y pensador de la vida política nacional, Oscar Landi hizo su largo periplo entre las izquierdas y el peronismo, entre los escritos de Merleau-Ponty y el hilo de angustiosa gracia que destilaban ciertos programas de televisión. Y también entre la medicina y la teoría política, entre lo pesaroso de un mundo donde las ensoñaciones militantes se deshilvanan y el invariable espíritu humanista que lo llevó a entregar su observación perspicaz a favor de todos los esfuerzos de transformación que aquí y allá comenzaban diciendo “a pesar de todo...”
Este don se percibía en sus postreras conversaciones, en las que retrataba con mordaz lucidez la inhóspita ciudad extranjera en que se hallaba el último hospital en el que se atendiera. Para Landi era asombroso el mundo. Nuestra vida podía desgarrarse pero el filósofo aún debía dirigir su piadosa mirada hacia el raro espectáculo de los seres humanos empeñados en hacer tratos, ejercer responsabilidades y habitar como si nada en extraños estilos culturales. Oscar Landi luchó duramente para vencer una tenaz enfermedad. Nos consta que sus últimos pensamientos, como conviene a todo hombre, eran sobre el mundo del amor. Y con pudor de filósofo lo nombró diciendo que él luchaba rodeado de afectos.

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