CULTURA › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
El viernes pasado fue el responsable de abrir el festival más impactante de la historia, y le bastaron ochenta minutos para demostrar largamente por qué su nombre era esencial en el cartel. Hoy subirá al mismo escenario como flamante Premio Nobel de Literatura: no cuesta nada imaginar un recibimiento atronador en el Empire Polo Club donde comienza el segundo fin de semana del Desert Trip. No cuesta nada, también, imaginar que Bob Dylan dirá poco y nada sobre el asunto. Es más probable que Mick Jagger, que subirá después, diga algunas cosas al respecto. O quizá Bob haga un pequeño discurso. O quizá, como en el primer show, parezca un tipo incapaz de comunicarse con otra cosa que no sean sus canciones. Apenas un “thank you” murmurado, o quizás haya sido una ilusión sonora.
No hay nada de ilusión en esas canciones, que una mañana de octubre significaron un premio literario a un tipo acostumbrado a narrar con la guitarra o el piano. Resulta interesante la polémica desatada ni bien se conoció la noticia: es comprensible que haya escritores a favor y en contra de la decisión de la Academia sueca, que algunos busquen matices y otros busquen culpables, pero al cabo los premios son siempre materia opinable. Hay un Premio Nobel de la Paz que no tiene problemas en bombardear países, por dar solo un ejemplo. Con lo que las condenas por darle el máximo premio literario a un cantautor serán una anécdota, más temprano que tarde. Y el año próximo concederá revancha. ¿Por qué no dedicar una edición a premiar a un hombre que, desde la sencillez del folk y las seis cuerdas acústicas, supo construir mundos de letras de un modo que prácticamente nadie había hecho antes? Dylan ya ganó el Asturias de las Artes en 2007 y el Pulitzer en 2008: al menos en el mundo de los galardones, ya quedó demostrado que lo suyo excede por mucho el formato de canción.
Y entonces, ¿cómo será la celebración de esta noche en Indio, California? En el primer fin de semana, Bob hizo el truco conocido de tomar títulos que a primera vista suenan a “una que sabemos todos” (“Tangled up in blue”, “Highway 61 revisited”, “Rainy women #12 & 35”, “Masters of war”), pero llevándolos a escena de un modo desafiante, desestructurando su propia obra, obligándose a sí, a sus músicos y a su público a prestar atención, a no quedarse con la letra impresa, el estribillo canonizado: Dylan es capaz de reescribir en vivo sus propias letras. Y su público, lejos de sentirse traicionado o perdido, abraza el desafío con alegría, juega el juego del Freewheelin’ Bob. Un juego tan apasionante que, al cabo, significó un premio literario para universos que no están escritos en libros sino en pentagramas. O, como suele decirse, soplando en el viento.
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