CULTURA
› SE REEDITA LA COLECCION NEBULAE
Los mundos invisibles
Se trata del primer catálogo de ciencia ficción en el mundo de habla hispana. Títulos de Stanislaw Lem, Arthur Clarke, Brian Aldiss, entre otros, renuevan la pasión por un género que ya es indestructible.
› Por Silvina Friera
Los fanáticos de la ciencia ficción, que defienden con uñas y dientes la dignidad literaria del género, no paran de recibir buenas noticias. Después de la reaparición del fondo histórico de Minotauro, se viene la segunda gran sorpresa de la temporada. La editorial española Edhasa acaba de relanzar aquí Nebulae, la primera colección de ciencia ficción en el mundo de habla hispana, que se empezó a distribuir en la Argentina en 1955. Los cinco primeros títulos –agotados hace tiempo y muy difíciles de conseguir– son Mi nombre es legión, de Roger Zelazny; La otra isla del doctor Moreau y El árbol de saliva, ambos de Brian Aldiss; Las arenas de Marte, de Arthur Charles Clarke, y Diarios de las estrellas, de Stanislaw Lem. El conjunto sorprende por su cuidada presentación –tapas duras de fondo negro, ilustradas por Jordi Sàbat– y heterogeneidad, características que impuso el director pionero de Nebulae, el argentino Miguel Masriera, encargado de prologar casi todos los volúmenes iniciales (los cincuenta primeros títulos). En los próximos meses, Nebulae continuará completando su catálogo con Relatos de diez mundos y La ciudad y las estrellas, ambos de Clarke; Un mundo devastado, de Aldiss (traducido por César Aira); Las doce moradas del viento, de Ursula Kroeber Le Guin, y Yo, robot, de Isaac Asimov, entre otros.
A la ciencia ficción –un recién nacido al que no lo dejan crecer o un moribundo que nunca termina de agonizar– aún le cuesta jugar en las ligas mayores de la literatura, a pesar de que cuenta con lectores incondicionales, abundantes sites en Internet (uno de los mejores es www.cyberdark.net) y editoriales dispuestas a reeditar colecciones emblemáticas. Muchos críticos le achacan los peores vicios y defectos. Aunque hay excepciones: el norteamericano Harold Bloom, que defiende algunos títulos y autores del género (especialmente a Stanislaw Lem y Ursula K. Le Guin) o George Steiner, premio Príncipe de Asturias. Uno de los principales problemas de la aceptación de la ciencia ficción se debe a un equívoco originado por las expectativas de los lectores y críticos. El futuro, suelen esgrimir, no ha sido como lo postulaban Asimov, Ray Bradbury o Clarke en sus cuentos o novelas. La falacia de este argumento surge de una lectura predictiva que, paradójicamente, peca de simplista al exigirle a este género literario pronósticos certeros, como si los autores, devenidos en astrólogos, se dedicaran a diseñar la carta natal de la humanidad y de la ciencia del siglo XXI. Lo que se pierde de foco es que los escritores no pretendían hacer futurología. Tan sólo, mediante la literatura, trataban de disuadir a sus lectores acerca de las consecuencias de una guerra nuclear, la colonización de Marte y los osados experimentos científicos de diversa índole, entre otras cuestiones.
En el caso de Brian Aldiss (1925), al que se asocia con la llamada nueva ola de escritores británicos, la intertextualidad con Herbert George Wells y Mary Shelley es explícita. El científico loco de Wells, Moreau, aspira a crear vida humana, trasplantando rasgos de diferentes bestias en una misma forma. Pero este Prometeo frustrado fracasa, porque no se puede acelerar el proceso evolutivo de Darwin. En la década del 50, Aldiss reactualiza esta idea en la figura de Mortimer Dart, una víctima de la talidomida fascinada por las deformidades humanas, que realiza experimentos similares a los del legendario doctor Moreau. El árbol de saliva, en cambio, es un compendio de relatos breves –un tanto irregulares– de la etapa iniciática de Aldiss. El que titula el libro transcurre en la granja de los Grendon, en plena campiña inglesa. Una noche cae un extraño objeto del cielo, que altera la vida y las costumbres de los habitantes. Algunos lectores encontrarán ciertas resonancias de El color que cayó del cielo (Lovecraft). Repentinamente, los seres vivos comienzan a multiplicarse de una manera descontrolada. El joven Gregory Rolles sospecha que hay “gato encerrado” y empieza a investigar.
Diarios de las estrellas (1957) es, sin duda, el mejor de la colección y una de las obras maestras de Stanislaw Lem, que nació en Lvov, en 1921. En las 668 páginas (una parte destinada a los Viajes y otra a las Memorias), Lem destila humor, cinismo y una gran náusea que se transforma en asco respecto de la humanidad. Ijon Tichy es un carismático cosmonauta –un Gulliver del espacio–, que explora y modifica las estructuras cosmológicas y cronológicas, aunque a veces, durante la travesía, se enfrenta a las paradojas temporales: “El yo del viernes se escondió de mi yo del lunes mientras me preparaba una trampa mi yo del jueves”. El viaje octavo es el más desopilante, corrosivo y amargo, la crítica más lúcida de Lem es contra el antropocentrismo. Ijon Tichy es candidato de toda la Humanidad ante la Organización de Planetas Unidos (OPU). Mientras el vicepresidente de la delegación tarracana le pide al cosmonauta datos para redondear el discurso de admisión de los terrícolas, en carácter de miembros permanentes de la OPU, el candidato vacila, no encuentra palabras para explicar la segunda guerra mundial, las bombas atómicas y el genocidio, entre otras atrocidades de la Humanidad a la que representa.
Martin Gibson es un famoso novelista de ciencia ficción que decide viajar a una de las más prósperas colonias extraterrestres. En el transcurso del viaje descubre que uno de los miembros de la tripulación, el astronauta Jimmy Spencer, es su hijo. Las arenas de Marte (publicado en 1952), de Arthur Clarke, resulta una extrapolación bastante aproximada del desarrollo de la carrera espacial, pero sólo en el corto plazo. En su estancia en ese planeta, Gibson detecta una complicada trama de intereses políticos y científicos que tensionan las relaciones entre la Tierra y Marte. Finalmente, Mi nombre es legión, también publicada en castellano como El hombre que no existía, de Roger Zelazny (1937-1995), está conformado por tres relatos que, si bien integran un universo narrativo compatible, se pueden leer de manera independiente. Un personaje misterioso, que por voluntad propia decidió borrar todo rastro de su identidad y de su existencia, es “contratado” por una agencia de detectives, que le encomienda las misiones más arriesgadas. Por momentos, parece un policial entrecruzado con pinceladas de la novela de fantasía. No importa si el mundo ha sido o no como lo describían estos escritores. Son mundos posibles, más o menos verosímiles, que esperan desplegarse nuevamente ante los ojos de los lectores contemporáneos.