Mié 25.08.2004

CULTURA  › OPINION

A sangre caliente

› Por Rodrigo Fresán

Entre las muchas cosas terribles que le pueden suceder a un escritor hay dos particularmente espeluznantes y de las que no hay recuperación posible: una es la de dejar de ser persona para convertirse en personaje de la propia obra; otra es sentir que la propia vida es la mejor obra posible y que entonces ya no tiene mucho sentido seguir escribiendo. A Truman Capote le pasaron esas dos cosas. Y después se murió. Antes –por suerte– firmó libros por los que ahora se lo recuerda y por los que se lo seguirá recordando una vez que su tan graciosa como triste leyenda se haya olvidado para siempre. Eso es lo bueno de la literatura: con el correr de los años, los escritores acaban siendo inofensivos fantasmas, mientras que –si hay talento y si hay suerte– sus libros permanecen, inmortales, de este lado. Así, la muerte y el paso del tiempo acaban siendo el mejor premio y alivio para el suplicio de aquellos que acabaron sucumbiendo a las tentaciones más tontas de la fama y sus alrededores.
La vida de Truman Capote –se lo entiende enseguida al leer las tan adictivas como novelescas biografías que le dedicaron Gerald Clarke, John Malcolm Brinnin y George Plimpton– es una de esas historias morales, transparentes, didácticas y perfectamente estructuradas desde un punto de vista dramático: fundación, ascenso y caída. La vida de Truman Capote –como antes la de Francis Scott Fitzgerald o la de Hemingway– nos instruye y nos advierte no sólo sobre las luces y sombras de un determinado y ambicioso artista embelesado por su propio mito sino también sobre los peligros y pesadillas enroscándose como serpientes entre las sábanas de eso que se conoce como Sueño Americano y que en muchas ocasiones no es otra cosa que una brutal y contundente reformulación del pacto mefistofélico. De la sublimación de esta gloria surge ese Capote –el joven y precoz efebo que llega del sur para conquistar la gran ciudad, el sátiro desgastado y casi zombie que no hace otra cosa que insultar a sus colegas– que no deja de componer eficaces slogans sobre sí mismo en cáusticas entrevistas o en los reveladores y ya clásicos prólogo y epílogo a Música para camaleones, su último libro publicado en vida: “Es una vida muy penosa enfrentarse todos los días con una hoja en blanco, rebuscar entre las nubes y traer algo aquí abajo”, “No me siento en competencia con otros escritores. Porque no escribo sobre las mismas cosas que ningún otro autor que conozca”, “Cada vez que Dios te da un don, también te da un látigo, y la única utilidad de ese látigo es la autoflagelación”, “Soy alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio”, son algunos de los más citados.
Su obra –con la perspectiva que adquiere lo que ya no será modificado– también parece gozar y padecer esta necesidad de ir ganando territorios y conquistando cumbres. Ahí están los delicados cuentos de sus inicios (Un árbol de noche), la paradigmática novela y nouvelle gótico-sureñas (Otras voces, otros ámbitos y El arpa de hierba), la reinvención del travelogue donde Capote ya aparece como su propio “héroe” (Se oyen las musas), la astuta reescritura del Adiós a Berlín de Isherwood (Desayuno en Tiffany’s), los perfiles de divas y divos donde destaca aquella autopsia en vida a Marlon Brando (Los perros ladran), uno de los textos sagrados del new-journalism y del true-crime como best seller universal y clásico instantáneo (A sangre fría) y la despedida genial pero ya agónica con metodología pop (los textos que conforman Música para camaleones, muchos de ellos publicados por primera vez en Interview, la revista de Andy Warhol). Y, por supuesto, Plegarias atendidas: la inconclusa y fantasmal “gran novela proustiana” tantas veces anunciada desde la niebla de drogas y alcohol y discoteca. “Un libro tan perfecto que nadie salvo yo podría escribirlo”, aseguró emocionado. A mediados de los ’70, Capote publicó algunos capítulos en el mensuario Esquire y la virulencia de los chismes allí revelados significó que los ricos y poderosos de América –que tanto lo habían querido y adulado– le dieran la espalda y jamás lo perdonaran.“No sé por qué se ha enfadado todo el mundo. ¿A quién creían que tenían entre ellos, a un bufón de palacio?”, se maravilló, desesperado, con esa voz finita y sinuosa, como de serpiente de dibujos animados. Capote jamás se recuperó del golpe. Una de sus últimas entrevistas –concedida al escritor Edmund White– concluye con un Capote borracho y duro de cocaína, yendo y viniendo del baño de su piso en el United Nations Plaza, diciendo: “No me dejan en paz”, “Tengo el teléfono pinchado”, “Bueno, ya sabes, uno escribe unos cuantos libros y es una vida verdaderamente horrible”.
Hace hoy veinte años, una mañana cálida de Los Angeles, Capote le dijo a su anfitriona Joanne Carson: “Creo que me estoy muriendo”. Enseguida le pidió que lo abrazara y que, por favor, no llamara a ningún médico. “Estoy muy cansado de todo eso”, suspiró. Su última palabra –la primera palabra que aprendió a escribir– fue “Mamá”. La repitió tres veces. Después –cansado de ser Truman Capote durante demasiados años– murió como personaje para poder así seguir viviendo nada más que como un gran escritor.

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