CULTURA
› EL ULTIMO LIBRO DE CUENTOS DE ESTHER CROSS
“El Kavanagh me pareció un emblema de algo que caía”
Kavanagh, su último libro, es un puñado de historias sobre una clase decadente. “Son personajes de vidas limitadas”, explica.
› Por Angel Berlanga
Cada tanto, un libro marca un antes y un después en su vida. El último se llama Once tipos de soledad, de Richard Yates: lo tradujo hace un par de años y dejó huella en su forma de concebir la escritura. Eso dice Esther Cross en su departamento de Recoleta y viene a cuento de Kavanagh, título del volumen de relatos que acaba de publicar. “Dime cómo escribes y te diré quién eres”, dice la narradora-protagonista que vive en ese edificio emblemático del modernismo arquitectónico y de la alta sociedad de Buenos Aires, quien va contando historias de sus vecinos y a la vez, de a poco, va entregando señales de su propia historia, lo que incluye cierto desencanto respecto de las novelas que ya publicó.
“Uno va cambiando la forma de escribir: cuando arranqué tenía una tendencia mucho más barroca –explica Cross–. Yates hace mucho hincapié en la limpieza del texto, en ir más de inmediato a la raíz de lo que se cuenta, y traducirlo fue todo un ejercicio. En un momento habla de un sombrero ajetreado y después se corrige y dice ‘no, gastado, y punto’, y empieza a hablar de la honestidad de las palabras, en contra de los adjetivos ortopédicos. Estoy tratando de ir para ese lado, que parece más simple y a la vez es mucho más difícil.”
Cross, que antes había publicado tres novelas y otro volumen de relatos, escribe estos cuentos con frases cortas, punzantes, que pasan de la reflexión a la ironía, y dan cuenta de una observación muy aguda de las (sin)razones de las conductas de sus personajes. Acorde con el escenario, la distancia personal y las pretensiones de delicadeza y distinción tienen una presencia considerable en estas historias, que a la vez dan cuenta de soledades y decadencias.
Más que a emocionar, Cross parece apostar a retratar un sector social que le resulta próximo: “Se escribe de lo que se conoce”, dice la escritora que retrata a sus vecinos del Kavanagh. “Sólo hemos trepado a una torre imaginaria”, anticipa, en contrapartida, la cita inicial a Virginia Woolf: la autora prefirió no entrar a conocer el edificio hasta que terminó el último de los cuentos.
–¿Por qué el Kavanagh?
–Hay una mezcla de cosas. Primero, curiosidad por el edificio: a mí me parece que es el edificio emblemático de Buenos Aires. Empecé a escribir estos cuentos en 2001 y terminé el año pasado, y me pareció un emblema de clase que se iba viniendo abajo. También me pareció que el Kavanagh es un edificio para mirar, y eso no necesariamente es un halago.
–¿No?
–No. Fue construido con esa cosa de la modernidad y del progreso, y acá estamos... Tenía el encanto de lo que es pujante y decadente a la vez.
–La decadencia está presente en todos los relatos.
–Sí. En parte puede haber un gusto personal mío, inexplicable, por lo decadente, y eso tiene que ver con lo que pasa acá. Y además, desde el punto de vista de la ficción, es interesante agarrar a un personaje en ese momento, porque es una situación en la que por ahí se revisa toda la vida y se ve cómo seguir adelante. Aunque el Kavanagh es un edificio de clase alta, los personajes pertenecen más bien a la clase media con aspiraciones, y van dando cuenta de un tejido social que se rompe y se reacomoda: ese momento bisagra, entre dos puntas, me parece una buena entrada para la ficción.
–¿Le es próximo el mundo en el que se insertan sus historias?
–Bueno, sí: soy de clase media y fui a colegios privados. Tengo una proximidad que no es, digamos, integración. Pero sí: aunque ahora me estoy mudando, viví toda la vida en este barrio, que siempre fue de clase media alta, y veo cómo fue cambiando. Yo tengo 42, cuando era chica mi abuela me llevaba a Harrods: eso era todo un programa. Y de golpe Harrods, que era un emblema de la elegancia, se transformó en un edificio fantasma. En los cuentos hay una lectura irónica de todo eso: espero que se entienda.
–Al mismo tiempo su narradora mantiene una distancia.
–Es que hay distancia. Yo soy de clase media, vengo de una familia española, gente muy humilde que llegó acá y trabajando consiguió hacerse de una posición. Y aunque se alababa la educación pública, para mí eligieron un colegio privado, en ese posicionamiento de clase media que creía en la educación y todo, pero de alguna manera miraba a la clase alta, la de Harrods; yo tengo la visión de estar mirando eso desde afuera, desde la vidriera. Mi abuela me contaba que en la peluquería de Harrods había salones privados para esas señoras; ella veía eso desde afuera, le interesaría eso.
–¿Cómo definiría los dramas de sus personajes?
–Creo que es gente que está fuera de lugar. El hombre que traduce a Conrad no puede mantenerse ahí y vive en un lenguaje que no es el suyo; esta mina, la narradora, que está encerrada en el edificio y al mismo tiempo tiene que estar mirando lo que pasa afuera. Creo que sus dramas no son, objetivamente, graves problemas: busqué eso intencionalmente. Pero ellos viven esos problemas como grandes dramas, en un edificio que es mirado y desde donde se puede mirar, pero que no da mucho la sensación de integración. Los personajes tienen vidas limitadas, son gente encerrada en este edificio que es como un búnker, donde hay esta cosa de aislamiento. Es parte de una lectura de clase: qué es, para una mujer, tener que empezar a vender los muebles. Es el drama dentro del cauce de sus vidas.
–“Lástima –dice la narradora– que nadie me preguntara en las entrevistas qué era escribir.” ¿Qué es?
–Suscribo lo que dice ella en el cuento: es soñar a propósito. Yo creo un poco en eso. Es cómo posicionarte en la vida en el lugar de una pregunta, de una situación. La mejor forma que encuentro de plantearla es con palabras, armando una historia.