CULTURA
› A 25 AÑOS DE LA MUERTE DE ROLAND BARTHES
El hombre que hacía música con las ideas
La semiología, la lingüística, la sociología, el análisis de textos y la crítica literaria son apenas algunas de las disciplinas que le deben mucho a Roland Barthes. Fue uno de los pensadores más agudos del siglo XX, que desentrañó mensajes y signos escondidos en productos culturales.
› Por Silvina Friera
Su estilo, sus enfoques e intuiciones transformaron radicalmente la mirada de sus lectores. Sus textos –de gestación y digestión lenta– descifraron la complejidad de vivir en sociedades que dicen mucho de sí mismas a través de la multiplicidad de signos que emiten. Su pensamiento nunca dejó de ser luminoso, aun cuando su trabajo lingüístico y el vocabulario al que apelaba –un pastiche de latinismos y neologismos– contribuyeron a veces a ocultarlo un poco. Pero más allá de lo críptico que por momentos pudiera resultar, la originalidad de Roland Barthes residía en su capacidad de incorporar, con absoluta libertad y avidez, los soportes teóricos que frecuentaba –desde Brecht a Sartre; de Saussure, pasando por Bajtín, a Jakobson– sometiéndolos a su propio procedimiento, a su sistema crítico. ¿Cuál es el rastro dejado por Barthes a 25 años de su muerte? A la hora del balance, se podría pensar su obra como la travesía de una escritura. Barthes fue ante todo un escritor que introdujo la literatura en las ciencias humanas, que aportó mucho a la semiología, al análisis de los textos, a la lingüística y a la sociología.
Nació el 12 de noviembre de 1915, no conoció a su padre, un marino caído en combate durante la Primera Guerra Mundial. La angustia de la madre –que trabajaba haciendo encuadernaciones– por pagar el alquiler era el primer acto de un drama que se abatía sobre esa familia burguesa empobrecida. Más allá de las privaciones, Barthes era un alumno ejemplar, pero la tuberculosis interrumpió sus estudios en el liceo Louis-le Grand. Se refugió en la música (el piano), en la escritura y en la lectura de Michelet, el único autor que leyó íntegramente, cuando él se complacía en saltear los textos, en recoger algunas ideas o fragmentos. A partir de esta metodología nació el sistema barthesiano del fichaje, su pasión por la clasificación. Escribía fichas sobre temas posibles y las combinaba de diferentes maneras, hasta que apareciera una estructura, una temática.
Incendiado por Sartre
A fines de la década del 40, cuando Barthes comenzaba a introducirse en la vida intelectual parisiense, las nuevas publicaciones se multiplicaban, Combat, L’Arche, Les temps modernes, Les lettres françaises, y el debate político y filosófico pivoteaba en torno del existencialismo y las tesis de Sartre referentes al compromiso del escritor. Apasionado por esa atmósfera efervescente, Barthes se propuso combinar estos dos enfoques desde la literatura: “comprometer” la escritura y justificar a Sartre desde un punto de vista marxista. “Después de la guerra, la vanguardia era Sartre. El encuentro con Sartre fue muy importante para mí –confesó–. Siempre me sentí no fascinado, la palabra es absurda, sino modificado, entusiasmado, casi incendiado por su escritura de ensayista.”
Mezclando un registro erudito y vulgar, hablando de manera científica sin dejar de ser accesible al gran público, ponía a prueba el experimento de un estilo, el estilo que posteriormente utilizó en las Mitologías. En 1954 asistió a la representación de Madre coraje, que ofreció el Berliner Ensemble en el Festival Internacional de París. Y la afinidad con el teatro de Brecht fue una revelación. Encontró en el dramaturgo alemán a un marxista “que ha reflexionado sobre los efectos del signo”. Pero pronto empezó a vislumbrar otras cuestiones desde la lectura de Saussure. Gestó la célebre fórmula barthesiana según la cual, contrariamente a lo que sostenía Saussure –para quien la lingüística era subsidiaria de la semiología–, la semiología es una parte de la lingüística.
En 1960 Barthes fue nombrado jefe de trabajos de la VI sección de la Escuela Práctica de Altos Estudios, en ciencias económicas y sociales, y dos años después asumió como director de estudios de Sociología de los signos, de los símbolos y las representaciones. Permaneció dieciocho años desempeñando esas funciones hasta su elección en el Colegio de Francia. La aparición de Sobre Racine (1963), libro que escribió por encargo sobre un autor que no le gustaba en absoluto, agitó el ambiente académico. Eligió como objeto crítico a un escritor canonizado por la literatura francesa, pero además denunció el tono neutro y a-personal con el que la crítica académica revestía sus juicios disciplinados. Raymond Picard, profesor de la Sorbona, frente a este ataque que propiciaba el desmantelamiento del aparato de transmisión y legitimación de la cultura francesa, lo acusó de impostor.
Las estructuras no salen a las calles
El Mayo Francés instaló nuevamente en la vida de Barthes la incomodidad de la diferencia. En ese escenario de barricadas en el barrio Latino, él era sapo de otro pozo. En ese enfrentamiento simbólico entre el orden burgués y los estudiantes, el profesor se sintió rechazado por los estudiantes, a quienes él había sostenido casi instintivamente. No participó de ninguna manifestación pública de apoyo. En ese clima de ebullición, el estructuralismo estaba en el banquillo de los acusados. Una anécdota ilustra el clima de época. En la asamblea general del departamento de filosofía de la Sorbona se había votado una moción: “Es evidente que las estructuras no salen a las calles”. Maliciosamente esta fórmula fue atribuida a Barthes, que ese día estaba ausente. Al día siguiente, en el primer piso de la universidad se había colocado un letrero con esta frase: “Barthes dice: Las estructuras no salen a la calle. Nosotros decimos: Barthes tampoco”.
1970 fue un año clave por la publicación de El imperio de los signos y S/Z. En el primero, escrito por el impacto que le generó un viaje a Japón, incorporó el deseo como dimensión esencial de la escritura; en el segundo, influido por Julia Kristeva, tomó el concepto de intertexualidad. Las críticas hasta entonces procedían de la crítica literaria tradicional. En cambio, en la década del 70, las impugnaciones a Barthes surgieron de su propia familia, de la lingüística estructural –especialmente de los funcionalistas–, de la que él se consideraba miembro desde hacía diez años. Barthes era considerado un intruso: demasiado literario para los lingüistas; demasiado lingüista para los críticos literarios.
Cuando en 1973 publicó El placer del texto (“el pequeño Kamasutra de Roland Barthes”, según el diario Le Monde), el escritor completó su “manifiesto” del deseo, aceptó abiertamente su hedonismo: auscultaba, entonces, los vínculos entre el placer, el goce y el deseo y la ambigüedad de las relaciones entre el texto y el cuerpo. “El acto de escribir puede asumir diferentes máscaras, diferentes valores. Hay momentos en que uno escribe porque piensa participar en un combate; así ocurrió en los comienzos de mi carrera... Y luego poco a poco se discierne la verdad, una verdad más desnuda, si puedo decirlo así, es decir, uno escribe en el fondo porque le gusta hacerlo, porque escribir da placer.”
El ingreso al Colegio de Francia en 1977 representó para Barthes un desquite. Ese mismo año, con la publicación de Fragmentos de un discurso amoroso, suerte de retrato estructural del enamorado que pronto se convirtió en un best seller, Barthes obtuvo una notoriedad inesperada. El “último” Barthes, según Alain Robbe-Grillet, estaba “obsesionado con la idea de que no era más que un impostor, de que había hablado de todo, tanto de marxismo como de lingüística, sin haber sabido nada realmente”. El 25 de febrero de 1980, después de un almuerzo con François Mitterrand, fue atropellado por una camioneta. Tenía 64 años y murió un mes después, el 26 de marzo. Si Barthes fue un impostor es porque detrás de las máscaras que fue adoptando, él era un auténtico escritor, una anguila que se deslizaba, se bifurcaba y retorcía en las aguas de la literatura.
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