CULTURA
› ADELANTO DEL NUEVO LIBRO DE RUDY, PUBLICADO POR MAREA
Nuevas crónicas de Tsúremberg
Con el subtítulo de “Papas y rabinos”, esta semana se distribuye el nuevo libro con historias de un pueblo imaginario que merecería ser real. Como ejemplo, la historia de por qué los judíos tienen apellidos complicados.
Por Rudy
La importancia de llamarse Kratznpupik
Cuando el zar decretó que los judíos debían tener apellido, seguramente buscaba un sistema para poder identificarlos rápidamente. Es posible que este sistema haya sido efectivo, para el zar. Pero los judíos ya tenían, no sólo un sistema para identificarse, sino varios, que funcionaban simultáneamente, y contribuían a la identificación rápida y precisa, o a la mayor de las confusiones, según el caso.
El primero y más simple era por el nombre. Abraham se encuentra con Isaac y le dice: “Estuve con Shloime”. Información clara, precisa, concreta. Pero entonces Isaac pregunta: “¿Qué Shloime?”, abriendo el abanico de posibilidades. Abraham podría repreguntar: “¿Cómo qué Shloime, no sabes quién es Shloime?”. O bien, decir: “¡¿Qué Shloime va a ser?!, ¡Shloime! Si te digo Shloime, no va a ser Moishe, ¿no?”. O bien intentar un camino más largo: “Shloime, el que vivía al lado de Moishe”. Isaac podría seguir con “¿Qué Moishe?” y Abraham concluir “El que vivía al lado de Shloime” e irse lo más tranquilo, luego de haber resuelto la cuestión para él, aunque no para su interlocutor.
Podría ser, como ocurría entre los hermanos Guelozt, que tuvieran códigos propios, cerrados al resto del pueblo. Decía uno:
–¡Estuve hablando con Esa!
–¿Con Esa? ¿No estabas peleado con Esa, vos?
–¡No, con la que estaba peleado era con Esa, pero con Esa no hay problema!
–¿Y qué te dijo Esa?
–Que el otro día lo vio a Ese, con Aquella.
–¡Eso lo sabe todo el mundo... qué novedad!
–¡No, no, pará, no Aquella Esa, sino Aquella la Otra!
–¡¿Con Aquella la Otra?! ¡No te lo puedo creer!
–¡Creémelo, me lo dijo Esa!
El sistema les servía a los Guelozt, nunca se confundían de persona, o si lo hacían, no se enteraban, pero era inútil ante terceros.
A veces, los pronombres eran fácilmente identificables, como en el caso de Copel Shlafnboij, para quien sólo existía una persona en el mundo además de él mismo: Ella. ¿Quién era Ella? Su mujer. ¿Y cómo se llamaba ella? Ya nadie lo recordaba. Bastaba que un vecino lo interpelase en el shil:
–Sholem aleijem, Reb Copel, ¿cómo está?
–Ella está enojada conmigo, no me habla.
–¿Y por qué?
–¿Y cómo quiere que yo lo sepa, no le dije que no me habla?
Copel no hablaba de otra cosa que de Ella. Tanto era así que alguna vez otro hombre osó decir “Ella”, en relación a su propia esposa, y casi originó una pelea. “Ella” era la mujer de Copel, como quiera que se llamara de verdad. Y no es que Copel estuviera tan enamorado de Ella, sino que, sospechamos, Ella era un especie de placard, de buhardilla, en la que él se escondía del resto del mundo, y guardaba allí sus fortalezas y debilidades, sus amores y sus rencores. Digamos, con perdón de los psicoanalistas, que Copel en su aparato psíquico, más que Ello, tenía Ella.
Entre los vecinos se solían usar los patronímicos: así como “Rodríguez” es el hijo de Rodrigo en castellano y “Johnson” es el hijo de Juan en inglés, “Abrúmelson” es el hijo de Abraham, en idish. Pero esto era lo oficial. Puertas adentro de cada casa, lo que verdaderamente identificaba a una persona era su apodo.
Ya en la Biblia nos hablaban de Salomón, el sabio; Moisés, nuestro rebe; Abraham, nuestro padre, apelativos entrañables y gloriosos, dignos de lospersonajes bíblicos que los encarnan. La realidad cotidiana no frecuentaba apelativos tan magnificentes, y por cada “sabio” había muchos “el que no sabe ni dónde caerse”, “la que no puede tener la lengua callada”, “el más tonto que su propia tontería”, “el que no para de comer jamás”, “el que nació con el tujes en el cerebro”, “el que transpira cada vez que mira a alguien”, “papá, ¿puedo? (en idishatekenij)”, “olor de papa vencida”, “novia ideal para un enemigo”, “ni me cuentes llamá al rebe”, “el emprende(u)dor”, “el oremeraij (o sea el ‘pobrico’)”, “El doctor banques (ventosas)” “¡pogrompogrom!”, “el que se cree músico”, y tantos otros.
También había, no podían faltar, apodos despectivos para grupos de judíos. Así, los alemanes eran los “iekes” que vienen de jaquet (chaqueta), ya que éstos, asimilados, no usaban la típica levita judía, sino algo más mundano, según ellos mismos, y más sacrílego, de acuerdo a los piadosos nombres del shtetl. De hecho, se dice que los judíos alemanes se sentían más alemanes que judíos” y decían “Doischland iber ale” (Alemania ante todo), y recibían en irónica rima la frase “in Doischland faift dem dales” (en Alemania sopla la miseria).
Los apodos eran despectivos y/o cariñosos, no podían ser crueles; pero no tener apodo era no estar integrado a la comunidad. ¿Qué sentido tiene ser conocido como “Moishe”? La pregunta inmediata que cualquier tsúrele haría es: “¿Qué moishe? ¿Moishe ‘huele como vaca en celo’, Moishe ‘ellas no me dan bolilla’, Moishe ‘mañana te lo devuelvo’, Moishe ‘le faltan veinte centavos para ser pobre’, Moishe ‘apurate Sarita’ o Moishe ‘iom kipur’?”. “No, Moishe, nomás.” “¿Y ese quién es?” “No sé.” Y pasaba a ser “Moishe quémoishe” o “Moishe Kmoishe” o “Moishe Kapoishe”, y ya tenía su apodo. Ya era uno más.
También para los no judíos había apodos, pero en este caso no era con el fin de integrarlos, sino de poder hablar de ellos sin que lo supieran.
Como siempre, todo era mucho más complejo de lo que parecía. Porque cada familia, cada casa, es un mundo aparte. Y así, los apodos, en su informalidad, variaban de casa en casa. Y quien podía ser, visto desde los Cohen, Shloime “me rasco todo el tiempo”, en lo de los Tsurelsky podía ser llamado Shloime “me creo todo”, y en lo de los Nusslgrois, ser conocido como Shloime “es la primera vez que me pasa”. Aunque muchas veces, cada judío terminaba teniendo su “apodo oficial”, y unos cuantos “apodos paralelos, o subterráneos”, menos usados, pero seguramente más despectivos.
Para los tsürelej todo esto no parecía ser un problema, ya que todos se conocían, y sabían dónde encontrarse si se necesitaban o si no; pero si algún extraño aparecía en la aldea buscando a alguien, la tarea podía transformarse en un imposible y finalmente podía partir con la imagen de que los tsürelej eran muchos más de los que parecían ser.
Esto de tener muchos apodos vinculados a sus múltiples actividades, actitudes y características personales tiene que ver con que los judíos tenían tanta noción de lo efímero de la vida que necesitaban hacer todo al mismo tiempo, por las dudas. Así se cuenta un chiste popular, referido a los judíos de la ciudad, que también tenían sus apodos, porque serían urbanos, y tal vez asimilados, pero ante todo, eran judíos.
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