Dom 31.07.2005

CULTURA  › CULTURA UNA COLECCION DEDICADA A LA CRONICA Y LOS RELATOS DE VIAJE

“Me interesa el influjo de los lugares en las personas”

María Sonia Cristoff escribe crónicas acerca de la Patagonia pero discute los mitos. Su libro Falsa calma aporta a un género en crecimiento.

A la hora de delinear su propia teoría del lugar sobre la Patagonia, María Sonia Cristoff arroja una hipótesis perturbadora: los lugares son como ánimas: “De algún modo ejercen sobre la gente un influjo tan poderoso, generan una atmósfera tan marcada, que terminan funcionando como presencias”, explica. Cristoff, una de las autoras destacadas dentro de un género que se está convirtiendo en un verdadero fenómeno, el de las crónicas, no está hablando de presencias sobrenaturales, desde luego, sino de una atmósfera conformada muy concretamente por factores sociales, políticos, geográficos. Y que las hay, dice ella, las hay.
Lo que puede sonar a idea decimonónica, acepta la escritora, aparece retratado con un interesante manejo literario de la crónica en su libro Falsa calma. Un recorrido por los pueblos fantasma de la Patagonia. Allí Cristoff desgrana eso que, habiendo nacido en Trelew, conoce de sobra: el aislamiento patagónico, materializado en cuatro pueblos (Cañadón Seco, El Caín, El Cuy y Maquinchao) y una localidad más grande, Las Heras, pero todos igualmente habitados por gente que vive con la sensación de estar “olvidada por la mano de Dios”, excluida de toda política estatal. Postales muy diferentes a la de la Patagonia casi mística que se vende por estos días. El libro de Cristoff inaugura una colección de Seix Barral que, además, llamó a un concurso junto a la Fundación Nuevo Periodismo, en busca del mejor proyecto de crónica (ver aparte).
El primer acercamiento de Cristoff a la crónica y al relato de viaje fue con Acento extranjero, una recopilación de relatos de viajeros en la Argentina (2000). En realidad, fue antes de eso, cuando viajó a una estancia de Tierra del Fuego contratada por los herederos de Thomas Bridges –uno de los primeros colonos que se asentaron en la isla– para traducir sus diarios. Cristoff también compiló y prologó Patagonia, una selección de relatos de escritores sureños contemporáneos que pintan su aldea, editada este año en la colección Geografías literarias, de editorial Cántaro (ver aparte). A contramano de cierta fe patagónica que hoy parece depositarse en el paisaje sin fin del sur argentino, para Cristoff la Patagonia sigue siendo una tierra olvidada, igual que en tantas crónicas añosas que ella leyó y recopiló. “Ese lamento por lo que falta, por lo que los gobernantes no proveen, está muy presente en el discurso de los patagónicos. Eso fue lo más difícil de resolver en la escritura: quería dar cuenta de eso, pero no quería quedar prisionera de ese lamento”, dice la autora. “Y el esfuerzo por evitarlo me hizo prestar mucha atención al tono y al lenguaje. Caí en la cuenta de que la crónica es un muy buen terreno para trabajar el lenguaje. Hay un malentendido que supone que es tan alto su poder referencial, que el relato es un vehículo menor, que no admite experimentaciones lingüísticas. Romper con ese malentendido es uno de los grandes intereses de la crónica en la actualidad.”
–¿Cómo fue el paso de recopilar a escribir relatos de viaje?
–En esas dos caras de la moneda hay un paso previo que es leer, todo empezó ahí, cuando me enfrenté a los diarios de Thomas Bridges y a la gran biblioteca de viajeros que había en su estancia. Fue una experiencia fundante en lo que tiene que ver con escribir, en el registro de las crónicas yo encontraba algo que me apelaba en el modo de narrar. Recopilar o compilar para mí es una de las instancias más de leer: uno lee y al mismo tiempo va delinenado hipótesis, puntos de vista, eso fue Acento extranjero. Después, a la hora de escribir, lo no ficcional y la Patagonia se me vuelven presencias irrefutables. No es que yo las elija tanto: aparecen. Cuando empecé a escribir este libro estaba muy interesada en la idea de pueblos fantasmas, de la decadencia, del abandono como tópico. Eso fue lo primero. Pero fue pensar eso e, inmediatamente, que los pueblos eran patagónicos. Lo que me interesaba era averiguar qué pasa entre un lugar y la gente que lo habita, qué influjo ejercen los lugares sobre las personas. A veces me parece que el tópico es más el lugar que cualquier otra cosa.
–¿Fue un trabajo casi periodístico el de ir a buscar las historias?
–Fui viajando y dejándome llevar, hasta que surgieron estos cinco lugares, casi por azar. Conocía el fenómeno, y conozco claramente de qué estoy hablando cuando me refiero al aislamiento patagónico. Pero no conocía ningún pueblo. Todas las historias que cuento son absolutamente reales, aunque con los nombres cambiados, claro. Y no me costó ningún trabajo dar con personajes tan marcados: están ahí, aparecen.
–En algunos capítulos, como el referido a El Caín, marca la incomodidad que le produce el lugar.
–La incomodidad y las ganas de salir corriendo siempre están. Es extraño, porque se llega a esos lugares y se queda un poco tomado por esa atmósfera. No es fácil entrar ni salir. Y esa atmósfera tiene mucho de “me quiero ir de acá, pero no me puedo mover”. Es rarísmo.
–La suya también es una forma de contradecir el mito patagónico, en el que la naturaleza no opone hostilidad sino más bien resulta sanadora. ¿Por qué cree que este mito es tan eficaz?
–Supongo que por una utopía de personas agotadas, que tienen la fantasía de encontrar en un lugar lo que en realidad no van a encontrar nunca. De eso se nutre el discurso turístico. Hay gente que va cinco días a ver el glaciar y se siente renacer. El mito funciona. Pero creo que si se va cinco días a un spa de Buenos Aires también se siente renacer. ¡Todos necesitamos descansar! No sé si es necesario trasladarse hasta la Patagonia, que hoy sigue siendo un lugar inaccesible, literalmente: no hay pasajes, salen carísimos, no hay conexiones internas... Y depende de los discursos que se apropien de ese mito, lo que subyace en las lecturas y los objetivos son distintos.
–¿Qué otros mitos funcionan hoy en relación con la Patagonia?
–Voy a hablar de las crónicas de viaje, que es de lo que sé: está el mito de la tierra vacía y sin límites, que es el que retoma el discurso turístico. Y hay muchas otras crónicas de pioneros (Andreas Madsen, Thomas Bridges, Emilio Ferro, el galés Abraham Matthews) que hacen referencia a otro mito, también vigente: el de la joya olvidada que tenemos ahí y que nadie sabe aprovechar, la herencia vacante, la gran tierra del abandono y el olvido.
–¿Y por qué cree que sigue vigente?
–Insisto, voy a hablar sólo de lo que leí, porque el contenido político está ahí. Cito un caso puntal: Bayley Willis, autor de una crónica que se publicó con el título Un yanqui en Patagonia. Un geólogo norteamericano que viene a principios del siglo XX, contratado por Ramos Mejía para trazar las vías del Ferrocarril Transpatagónico y buscar cuencas fluviales. La descripción que hace de las trabas burocráticas, de los intereses de las grandes compañías ferroviarias, de los sobornos que en esa época ya se veían en el Congreso, es increíble. Entonces, si la idiosincrasia de los gobiernos argentinos sigue siendo idéntica, si se permite que cualquier interés haga lo quiera, si están las petroleras que establecen contratos leoninos, pero están los políticos que lo permiten... está claro por qué sigue funcionando. Realmente la Patagonia es una tierra olvidada. Para cualquiera que se corra un poquito de la ruta turística, eso está clarísimo.

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