CULTURA › EL NUEVO LIBRO DE EDUARDO JOZAMI
Como una suerte de biografía intelectual y política, Rodolfo Walsh: la palabra y la la acción, que mañana presenta Editorial Norma, toma la vida y las ideas del periodista, el militante y el hombre, y explica su relevancia para la vida democrática.
› Por Eduardo Jozami
En ¿Quién mató a Rosendo?, el tercero de los relatos testimoniales de Walsh, las expectativas de obtener una respuesta institucional a la denuncia son ya mucho menores. La segunda edición de Operación..., unos años antes, daba cuenta de las conclusiones del autor sobre la complicidad de la Justicia y de los medios. Además, en las notas sobre el incidente de Avellaneda que se publicaron en el periódico de la CGT de los Argentinos, en 1968, el propósito de cuestionamiento a la burocracia sindical aparece, desde un principio, como dominante. El autor presentaría su libro, publicado el año siguiente, como “una impugnación global del sistema (que) corresponde a otra etapa de formación política”.
El periodista independiente de Operación... y El Caso Satanowsky es ahora un intelectual comprometido con la fracción más combativa del sindicalismo. La denuncia del asesinato de Blajakis y Salazar, a quienes considera sus compañeros, la atribución de responsabilidades a Vandor por la muerte de Rosendo García, constituyen para el director del periódico CGT un compromiso político. Que ese compromiso no haya conspirado contra la seriedad de la investigación es el primero de los logros de Walsh: aunque muchas evidencias inducían a creer –como el texto sugiere claramente– que Vandor era el autor de los disparos que mataron a Rosendo (y ello resultara muy conveniente políticamente), el escritor se limitará a señalar que las pruebas permiten afirmar con certeza que los disparos partieron de la mesa vandorista.
El texto de ... Rosendo se estructura con la misma lógica de los relatos testimoniales anteriores y de muchos de sus cuentos (hechos, personajes, evidencias) y también puede leerse como una novela, a pesar de que Walsh no quería que así fuera leída. Pero, esta vez, el autor y los lectores del periódico CGT tienen todo claro desde un principio. La corrupción de la burocracia sindical, el matonismo, sus negocios con los empresarios, las vinculaciones con la policía, eran precisamente la razón de existencia de una central sindical opositora.
En este contexto en que todas las explicaciones están dadas, ¿cómo hacer un texto que conmueva al lector, que lo sorprenda? Walsh lo logra porque en esta obra, más que en ninguna, muestra esa capacidad por convertir en personajes entrañables a los seres más comunes, para expresarse a través de sus diálogos, para encarnar en figuras creíbles las categorías más abstractas (el obrero, el militante, el funcionario o el burócrata). Y así aparecen personajes tan reales (y tan raros al mismo tiempo) como don Aníbal, el padre de los Villaflor, delegado municipal de Avellaneda en el primer gobierno de Perón, que se hace una huelga a sí mismo para no traicionar a sus compañeros, o Rolando, su hijo, que aprenderá dolorosamente que el mundo no se divide sólo entre “la yuta y los giles”. También Domingo Blajakis, el veterano militante siempre perseguido que no pudo perder su aspecto de obrero ni siquiera leyendo a Hegel, que seguía creyendo que se podía cambiar el mundo y explicaba a los chicos del barrio, que perdían el tiempo en las esquinas, quién había sido Espartaco y los invitaba a organizarse y estudiar.
Esta mirada del autor que quiere a sus personajes y encuentra siempre en ellos algo reivindicable también alcanza a “los del otro lado”. Walsh ya está demasiado comprometido en una causa como para creer que la valentía pueda encomiarse sin importar a qué fines se aplica; por eso, no hay elogios para Armando Cabo que, junto a Vandor, avanza, absolutamente despreocupado, disparando metódicamente con su 38 especial. Pero no puede dejar de recordar que ese hombre arruinado por las transacciones y el alcohol ha sido un héroe de la resistencia (y aunque el autor obviamente no lo imagina, volverá a estar de su mismo lado después del ’73). Hasta en la descripción de Rosendo García, organizador de la quiniela, enriquecido por la corrupción, apoyado en el matonismo y la violencia, algunos rasgos (su dilema entre la lealtad a Vandor y la ambición de sucederlo, el asombro con que reacciona cuando advierte que va a morirse) nos enfrentan no con un burócrata en abstracto sino con un individuo de carne y hueso.
Como ocurre en las últimas ediciones de Operación..., también la tercera parte de ¿Quién mató a Rosendo? desarrolla las implicancias políticas del episodio. Si en el libro sobre el 9 de junio, el “Retrato de la oligarquía dominante” resume las conclusiones del autor frente a la impunidad en que permanecen los hechos, pero también sobre la evolución política posterior, el “Análisis del vandorismo” que cierra el libro sobre las muertes de Avellaneda constituye el supuesto del que habrá de partir la investigación. Walsh no hace sino confirmar en el análisis de hechos y personajes los rasgos que, a su juicio, definen a la burocracia sindical y que tendrán amplia cabida en el discurso del periódico CGT.
Pero más allá de la importancia del texto para sustentar una propuesta política en relación con el movimiento obrero, no es ese capítulo final el que todavía asegura a ... Rosendo su actualidad. Si el libro contribuye a recrear aquella Avellaneda que era todavía la de las industrias, así como a comprender la espontaneidad con que los trabajadores se incorporaban a la resistencia peronista, es menos por ese acertado análisis sociológico final que por la creación de personajes tan entrañables como los que desfilan por el texto de Walsh. Incluso desde un punto de vista político éste resulta el aporte fundamental.
Recién con la publicación de ¿Quién mató a Rosendo?, el autor se interrogará sobre las posibilidades del nuevo género. Escritor ya consagrado –en tres años ha publicado la segunda edición de Operación..., sus obras de teatro y dos libros de cuentos con buena recepción crítica– enfrenta a los editores y periodistas que le piden una novela, como culminación necesaria en la trayectoria de todo escritor de ficciones. Comprometido cada vez más en la militancia, encuentra dificultades para avanzar en ese proyecto. No queda claro, él tampoco parece saberlo, qué razones le impiden escribir. Pero comienza cada vez más a pensar que testimonios como el que ha escrito sobre el tiroteo de Avellaneda puedan constituir una alternativa a la novela.
La obsesión por la novela
“Qué novela se podía haber hecho con ese tema.” Más de una vez, Walsh deberá escuchar ese señalamiento que no oculta una reconvención por dilapidar su talento de narrador en ejercicios literarios que no alcanzan la jerarquía artística de la novela. En declaraciones sucesivas irá elaborando una primera respuesta: la denuncia política para ser eficaz debe prescindir de la ficción. Esa es la característica que distingue a Walsh –como ha señalado Ricardo Piglia– dentro de la tradición política de la literatura argentina.
Los tres relatos de no ficción constituían denuncias que tenían como objetivo promover la intervención de la Justicia, aunque en ... Rosendo, el último de ellos, las expectativas de obtener esa respuesta son ya muy limitadas. El resto de su obra literaria de la década del 60 no puede ser considerada menos política. Sin embargo, ninguno de los cuentos, ni el teatro que publica en la misma época, funcionan como textos de denuncia. Si lo pretendieran, se correría un doble riesgo: la denuncia perdería eficacia directa, “se sacraliza como arte”, y además, cuando el propósito político es demasiado manifiesto, es probable que el resultado no sea satisfactorio. Al autor de Operación... no le faltaban ejemplos cuando advertía que había otras formas de hacer política sin necesidad de “elegir la literatura para desacreditarla”.
Walsh ha eludido sistemáticamente los caminos de la novela histórica. Desarrolla su obra en dos líneas paralelas que nunca se confunden. La distinción entre “ficción” y “no ficción” no se apoya sólo en la relación con un referente real sino en el propósito político de la escritura. Cuando se frustra lo que concibe como una investigación sobre el secuestro del cadáver de Eva Perón, Walsh prefiere escribir un cuento en el que se libera de toda referencia documentada (no se menciona el apellido del coronel a quien entrevista, ni siquiera Evita es nombrada). El texto no funcionará como denuncia –(de hecho no tuvo una gran repercusión en el momento de ser publicado)– pero ha dejado una marca notable, tanto en el modo en que siguió tratándose el episodio en la literatura como en la adopción de la figura de Evita como símbolo de una visión radicalizada del compromiso social en la política.
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