CULTURA
› MURIO AYER EL GRAN CANTOR DE TANTURI Y BALCARCE
Castillo, el tango del pueblo
A los 87 años falleció Alberto Castillo, quien como Angel Vargas o Fiorentino decidió cantarle a la gente. Quizá las nuevas generaciones sólo conozcan su faceta más decadente y menos auténtica.
› Por Julio Nudler
Para quienes retienen en su oído al verdadero Alberto Castillo, aquel de los comienzos, expresivo y sentimental, alternadamente expansivo o íntimo, de oído absoluto e irresistible seducción, lo que siguió en su estelar carrera a aquellos primeros años ‘40 ha sido una prolongación prescindible. Sin embargo, por esa extraña atracción que ejerce sobre algunos públicos la decadencia de un artista, también él, como Roberto Goyeneche, ganó renovada popularidad cuando su ciclo parecía (y estaba) completamente agotado. De este modo, la imagen que conocen de él las actuales generaciones corresponde más a su caricatura, su mueca, la negación de su propia historia. Pero allí están sus discos de pasta, muchos de ellos reeditados en CD, para preservar lo verdaderamente valioso de su aporte. Aquellas grabaciones con Ricardo Tanturi, iniciadas en 1941, y más aún las registradas, a partir de 1943, con la elaborada orquesta que dirigió para él el violinista Emilio Balcarce, posterior compositor de “La bordona”. Castillo falleció ayer a los 87 años, víctima de una prolongada enfermedad, en el Sanatorio Bazterrica.
Nacido a fines de 1914 (el año en que, con “De vuelta al bulín”, Pascual Contursi escribió la primera letra de tango), emergió a mediados de los ‘30 con un estilo que gradualmente fue rompiendo el molde de la época, definido por voces estilizadas como las de Roberto Ray, Alberto Gómez, Ricardo Ruiz o Jorge Omar. El cambio consistió en preocuparse menos por el equilibrio vocal y la elegante dicción, y más por democratizar el tango, hablándole de modo directo a la gente, contándole de manera vívida y comprensible las humanas historias que contaban las letras. En este sentido, Castillo jugó un papel similar al de vocalistas como Angel Vargas, Fiorentino, Roberto Chanel, Carlos Roldán y el propio Enrique Campos, con quien Tanturi –de escasa calidad musical– suplió a Castillo, desesperado por la independización del cantor al que debió su éxito.
De gran ductilidad, Castillo fue capaz de impactar con “Así se baila el tango” (esto en pleno furor milonguero), pero también con “Ninguna”, los alcaloides de “Noches de Colón”, la crítica social de “Señor, aquí se lustra” o de incursionar en la temática rosista que fuera monopolio de Ignacio Corsini y de conmover profundamente con “La que murió en París”, sobre aquel hermoso poema de Héctor Pedro Blomberg. Quien escuche esta versión suya encontrará la razón por la que Castillo pudo ganarse un lugar en la historia del tango. Lo demás, su veta festiva y candombera, fue mucho más decadente que auténtica.
Su pinta, su porte y su peculiar gesticulación al cantar (parodiarlo llegó a ser para muchos una auténtica profesión) lo convirtieron a partir de 1946 en una estrella del cine taquillero, en 18 filmes olvidables, salvo por algunos pasajes. En “El tango vuelve a París” actuó junto a Aníbal Troilo, pero tal vez sea “La barra de la esquina”, de 1950, uno de sus largometrajes más ilustrativos. Luego de Carlos Gardel, Castillo triunfó a su manera en el celuloide, como ya lo habían hecho Hugo del Carril o Libertad Lamarque.
Médico ginecólogo, en la biografía de Castillo el tango fue la pasión clandestina, que incluso lo obligó a disimularse tras el seudónimo de Alberto Dual (verdadera dualidad la suya) cuando debutó en 1934 con el luego olvidado conjunto de Armando Neira. Pero, finalmente, el tango absorbió al médico y reivindicó al gran artista oculto.
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