Lúdico y apasionado, húmedo de tanto frecuentar las calles del puerto y los tugurios, las prostitutas y las lluvias, la sopa barata y los sudores de los viajes, Raúl González Tuñón es un escritor que nos deja el sabor del opio, la mirada de los afiches, el cine, el olor a feria, la mueca de un fantoche y el amarillo de las luces eléctricas. Rara vez sus textos abrazan el sol radiante; es poeta de la tarde y de la noche (y a lo sumo de madrugadas lerdas). Intuye que la política comienza donde termina la religión y no deja de conjugar a Dios con el comunismo. Valora el artificio en lo que tiene de desenmascaramiento, en la penetración de la metáfora y la denuncia. A través de ella, títeres y retóricas permiten caer los velos de los telones y los rostros, en el punto en que la fantasía se parece demasiado al hiperrealismo y el esperpento a lo que se esconde.
Más o menos silencioso, recorre el universo de sus certezas y sale desafiante: se propone una lista de imágenes que cifren sus expectativas y empieza a caminar sin rumbo fijo, porque son muchos los lugares propicios para el amor y la lucha contestataria, donde reconocer a los dispuestos en medio de los tibios. Es, ante todo, un hombre de su tiempo. La revolución lo determina, la literatura lo fascina, el mundo lo llama y la Argentina lo retiene. Pero alcanza el rasgo de fijar el presente como si ya comenzara a constituir una nostalgia. Fuera de la urgencia de La rosa blindada y a pesar del dolor, el humor siempre puede expandirse, aun cuando ascienda ácido, esté trabajado sobre la ironía o resulte macabro. En el intento de desencajar con lo dado, descoloca a lectores con un violín diabólico, pero también los asila manso con un banco en la plaza. Fatalmente tierno, esculpe a lo largo de todos los textos un epitafio múltiple. Allí la esperanza flamea como un deber por encima del desgarro de la fosa plural: “¡Adelante por encima de las tumbas!... Por encima de los muertos, muerte adentro, adelante!”.

* Escritora y crítica.