DEPORTES › OPINIóN
› Por Diego Bonadeo
Como cada cuatro años, en inminencias olímpicas, además de aparecer montones de personajes, casi todos efímeros, empeñados en dar opiniones, jamás consistentes, sobre cualquier aspecto vinculado con los Juegos, algunos, más sensatos y menos efímeros, se plantean disyuntivas relacionadas con la composición de la delegación –en este caso la argentina– y más aún, si es o no obsceno que, con dineros públicos, se sufraguen gastos que, en muchos casos, se sabe de antemano, son superfluos, dada la imposibilidad de alcanzar jerarquía olímpica de varios de los viajeros. Además de la discusión de las prioridades en un país que, Indec o no mediante, tiene montones de primeras necesidades insatisfechas.
El tema de los sempiternos “dirigentes-azafatas” supone ser, quizás, el más peliagudo, dada la perversidad del sistema que hace que muchos deportes, muchos deportistas y muchos entrenadores (y auxiliares también) sean algo así como rehenes de quienes en muchos casos tienen poco y nada que ver con la actividad a la que supuestamente pertenecen y que se limitan a “presumir de”, a partir de favores políticos o personales que les permiten trepar velozmente en los estamentos de cualquier organismo que les garantice prebendas, viajes, congresos y demás.
Mientras tanto, ocupan lugares que debieran ser para quienes compiten y no para quienes, como ellos, hacen su propio deporte, curran y caretean.
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