DEPORTES › A PROPóSITO DEL RETIRO DE CORIA
› Por Sebastián Fest
“No estoy loco”, repetía Guillermo Coria cada vez que se le preguntaba si un psicólogo no sería un buen apoyo para su enorme talento tenístico. “No estoy loco”, decía con una sonrisa y sus ojos achinados entornándose más aún de lo habitual cuando se le insistía.
Y tenía razón. Coria no estaba loco, en absoluto. Su problema, en todo caso, pasaba por relacionar psicología con locura. Aunque visitó finalmente el diván, nadie logró convencerlo del todo del error, y en buena parte por eso el retiro se precipitó hasta hacerse realidad en la noche del martes, mucho antes de lo que su gran tenis prometía.
Coria, el hombre que dominaba el polvo de ladrillo antes de la explosión de Rafael Nadal, deja el tenis a los 27 años, la edad a la que muchos combinan en forma ideal fuerza mental y física, experiencia y juego. Como Nadal, Coria fue un prodigio que explotó temprano, y en sus momentos de mayor éxito muchos vieron en él a un número uno en potencia, un tenista de talento, velocidad, picardía y gran visión del juego.
Pero Coria nunca fue el 1, “apenas” fue 3 del mundo. Nada mal, aunque muy lejos de lo que los seguidores del tenis y él mismo soñaron. Hubo varios momentos clave en su carrera, pero dos lo marcaron especialmente.
El primero fue su positivo por nandrolona en un control antidoping. La noticia se conoció en diciembre de 2001, en las mismas horas en que se deshacía el gobierno de Fernando de la Rúa y la Argentina ingresaba en un caos con escasos antecedentes. “Ya no tomo vitaminas, suplementos, nada”, confesaría tres años más tarde. “Ni una aspirina”, añadió, exagerado y tremendista como era a veces.
Tenía cierta razón en exagerar las precauciones, al fin y al cabo Coria no se dopó, no intentó sacar ventajas ilegales: su positivo fue por un suplemento vitamínico contaminado, lo que no evitó que un veterano periodista italiano, Gianni Clerici, lo martirizara con un apodo que Coria odió: “Nandrolino”. Años después, sería indemnizado tras un arreglo extrajudicial.
El otro hito se produjo el 6 de junio de 2004. Coria coprotagonizó con Gastón Gaudio la que es probablemente la final de Roland Garros más absurda de la historia, una verdadera sesión de psicoanálisis red de por medio, una explosión de argentinidad sin límites, con todo lo bueno y lo malo de esa condición.
Gaudio ganó 0-6, 3-6, 6-4, 6-1, 8-6 tras tres horas y 30 minutos de un dramático partido. Coria tuvo dos match-points para llevarse la final, pero la pelota aterrizó a un par de centímetros de la línea lateral en aquel inolvidable quinto set. Suficientes centímetros de más para destruir anímicamente a Coria. “Espero volver pronto... Ojalá Dios sea justo conmigo. No creía mucho en Dios, insulté mucho, pero voy a creer ahora porque me lo merezco”, dijo mientras las lágrimas bañaban su rostro.
Dios, aparentemente, no escuchó a Coria. Ganó el último de sus nueve títulos en agosto de 2005 en Umag, enredado ya en una madeja infinita de dobles faltas y en una desordenada sucesión de entrenadores, reflejo de la confusión que se había instalado en su mente.
En medio de esa confusión, no fue capaz de ver la oportunidad que se le había abierto días antes de aquella amarga final de Roland Garros 2004. Ion Tiriac, el rumano que dirigió a Guillermo Vilas en sus épocas de mayor esplendor, se reunió con Coria y su padre para incorporarlo al selecto grupo de jugadores que manejaba.
“Una vez hablé con los viejos de Coria, y otra vez con él. Fue un jugador muy interesante, creo que desgraciadamente no supo mejorar el físico”, recordó Tiriac. Los Coria prefirieron seguir con IMG –la mayor agencia del mundo, con decenas y decenas de jugadores– porque les cobraba menos que Tiriac. Al final, no fue negocio.
Casado muy joven con su novia Carla, Coria sufría una fuerte presión –¿autoimpuesta?– de su padre y mantenía una relación complicada con varios de los jugadores argentinos. Orgulloso, se negó durante buena parte de su carrera a hablar inglés en las ruedas de prensa. “Hasta que no lo haga perfecto, no hablo”, explicaba, siempre temeroso de ser malinterpretado.
No tuvo tiempo de llegar a esa perfección, ni de cumplir los sueños que desgranó en septiembre de 2004, tras una compleja operación de hombro en Barcelona: “¿Hasta cuándo jugaré? Y, ojalá como Agassi, hasta los 34... No, en serio, no tanto, pero hasta los 30 voy a jugar seguro, siempre y cuando tenga el físico bien”.
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