Después de haber pasado buena parte de la noche del miércoles en una desolada Montevideo, junto a un grupo de colegas, tratando de poner en caja la penosa presentación y las agresiones a la prensa que Diego Maradona profirió en la conferencia de prensa que brindó en el estadio Centenario, frente a toda la prensa nacional e internacional, había coincidencias con respecto al grosero error que acababa de cometer el entrenador.

Fue entendible que tanto los futbolistas como Maradona se desahogaran después de tanto sufrimiento y tantas críticas, justas en su mayoría ya que no eran más que el producto de un proceso que mostró muchas más carencias que aciertos, entre los que apenas se podría destacar la decisión de darle la titularidad a Romero, la incorporación de un talento como es Bolatti y, por supuesto, la angustiosa clasificación al Mundial de Sudáfrica. Pero el tenor de los agravios del DT y lo intempestivo, teniendo en cuenta el contexto y la responsabilidad que le cabe por ser la cabeza del seleccionado nacional, no merecen menos que una rotunda condena.

Sus palabras produjeron estupor en el mundo. Los principales medios del planeta recogieron el incidente. Por su historia y tradición, el fútbol argentino no se merece este escándalo absolutamente gratuito. Y si acaso Maradona tenía intenciones de decir algo serio sobre el dolor que le produjeron las críticas recibidas, tampoco dio en el blanco.

No son pocos los que ahora toman sus palabras con sorna. Incluso ya se venden remeras alusivas y se multiplicaron los análisis disparatados. Nada de esto es constructivo.

Sin embargo, una cosa quedó en claro ayer, cuando buena parte de los periodistas que viajamos a Montevideo para presenciar el partido emprendimos el regreso a Buenos Aires en el ferry. Las charlas se multiplicaban aquí y allá. Todos, absolutamente, coincidíamos en los mismos puntos: la Selección no está para nada bien y Maradona, esta vez, volvió a pifiarla.