La polémica Falcioni-Cappa vuelve a poner sobre el tapete el profundo carácter antidemocrático del fútbol argentino. La mayoría de sus integrantes o cultores descree de la existencia de un plano de igualdad desde el cual impulsar el debate o confrontar. No existe tal cosa, se pregona: sólo los ganadores tienen derecho a decir lo que piensan; los perdedores, los que no ganaron nada, carecen de entidad y, por lo tanto, sus ideas no poseen validez ni encuentran asidero.

Cappa había protagonizado un cruce similar con Juan Sebastián Verón en la época en que Huracán fue subcampeón del fútbol local y Estudiantes ganó la Libertadores. “Cappa no ganó nada con su fútbol” lo descalificó el futbolista. Luego, el equipo de La Plata llegó a la final del Mundial de Clubes, a la última fecha del Clausura 2010 con posibilidades de salir campeón, a la final de la Recopa Sudamericana. No haberse coronado no disminuyó sus méritos ni impidió a sus integrantes continuar defendiendo sus postulados. Curioso, pero saludable, ejercicio de tolerancia.

Los que no se sienten sometidos a la dictadura del resultado –un mínimo grupo, la verdad– profesan la vocación de decir lo que piensan sin mayor requisito que la honestidad intelectual. Eso asombra. Causa desagrado. Provoca reacción, demanda la presentación de carnet triunfal como certificado de garantía que respalde puntos de vista tan diversos. Esta lógica férrea de ganadores no nos ha llevado muy lejos en el terreno de la competencia con otras sociedades futbolísticas más respetuosas de las ideas ajenas.

Cappa no necesita que nadie lo defienda. Lo que es obligatorio defender es el derecho (suyo o el de cualquiera) de expresar sus teorías en público sin ser sometido al reduccionismo totalitario según el cual sólo la victoria, el éxito, la gloria habilitan a producir discurso en el fútbol. Es obligatorio, sin importar de qué lado de la polémica estés.