DEPORTES › OPINIóN
› Por Rodrigo Daskal *
Han sido muchas las palabras leídas y escuchadas sobre el descenso de River, un variopinto de opiniones de café, de sentido común periodístico o de intrincadas conspiraciones que, desde una dirección a otra y abarcando desde el poder político hasta los grandes intereses comerciales, fueron demostrando su incapacidad explicativa. Sin dudas, no es sencillo, al menos si pretendemos evitar las definiciones tajantes, las visiones totalizadoras o esencialistas de este pasaje que han ocupado en las tapas de los periódicos y los pesares de millones de personas, los hechos violentos ocurridos, los que abarcaron en este caso a hinchas no catalogados habitualmente como “violentos”.
Una primera cuestión sería la pregunta sobre qué hacer con el contenido dramático que un descenso de categoría implica para una institución como River, cuando es abordado desde afuera de sí mismo bajo la premisa de que se trataría “sólo de fútbol”. Por lo tanto, nada justificaría dimensiones afectivas gravemente sentidas ni, desde ya, actos de violencia. Bajo esa órbita, sólo deberíamos aceptar una afectación controlada de las emociones, acotada a lo socialmente permitido: llorar, gritar, protestar, insultar (tal vez).
Es sencillo acordar con ello; pero el problema surge si nos planteamos, antes que nada, que atemperar dichas emociones, que la desdramatización necesaria para encarar ese sendero, se da de bruces justamente con esa dimensión central que le ha posibilitado al fútbol convertirse, precisamente, en lo que es hoy. En palabras de Christian Bromberger, un melodrama caricaturesco que descansa sobre uno de los principales ejes simbólicos de nuestras sociedades: el destino incierto del hombre en el mundo de hoy, en el que la incertidumbre, el azar, la injusticia y la posibilidad de un eterno recomenzar coexisten y se tensan con la meritocracia, la lucha por el triunfo y la posibilidad del ascenso social.
Aquello que vuelve exitoso al fútbol, diferente de otro tipo de espectáculo en términos emocionales, es lo que, potenciado, habilita su propia crítica: medidas de exclusión del público, de mayor control, de coerción de movimientos y emociones que los y las confinen a su espacio civilizatorio. Hay aquí evidentemente un problema –con largas raíces en el tiempo, como lo ha mostrado Julio Frydenberg– que no es fácil de resolver desde recetas simplonas y rápidas. Pero, sin dudas, una opción a explorar bien podría ser la apertura de nuevos –y viejos– espacios en los cuales los hinchas, cuyos atribulados espíritus deberían seguir pasando de la alegría a la tristeza cada partido, puedan desplegar –y no reprimir ni ser reprimidos– su vocación pasional en términos cívicos y políticos.
La estructura asociacionista de nuestros clubes permite y debería centrarse, aun con todos sus defectos, en esta posibilidad, en la que diversas acciones y simbologías ya han comenzado a desplegarse y en la que el lugar de la acción política podría ser un campo –si no el principal– en el que tensiones, conflictos, pasiones y disputas se vuelquen como espacio de apertura para nuevos actores y realidades. Particularmente en River –pero también en otros clubes hay hinchas militantes desarrollando tareas diversas– ha comenzado a surgir como posibilidad en los últimos años, paralelamente a las arcaicas y apolilladas estructuras políticas que lo llevaron a la situación institucional actual. En palabras recientes de Pablo Alabarces, crisis y oportunidad pueden mostrarse como un tándem ideal para el fútbol, lugar de la cultura en cuyo centro neurálgico se habilita el mundo de las emociones y el que, verdaderamente, sería una pena si lo pretendiéramos anular.
* Sociólogo.
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