La seguridad en el fútbol es un tema menor para el Estado hasta que aparece algún muerto. Para la policía, su brazo ejecutor, se trata de un ingreso también pequeño comparado con otros. Para los dirigentes significa un agujero negro en la economía de sus clubes. En definitiva, a casi nadie le interesa, a no ser por un puñado de funcionarios con escasa influencia. Sólo en ese contexto se comprende por qué el clásico Independiente-Racing pasó por diversos escenarios hasta que ayer se determinó jugarlo en Lanús el domingo a las 16. San Lorenzo, Vélez, Boca, el Mundialista de Mar del Plata y hasta la propia cancha regenteada por Blanquiceleste SA fueron propuestos durante las últimas 48 horas. Si se parafraseara el slogan que reza sobre una tradicional bandera que solía mostrar la hinchada de Independiente (“Traigan vino que copas sobran”), bien podría colegirse que sobraron estadios para un partido.
Es curioso. Semejante polémica por un escenario resulta como mínimo desproporcionada. La violencia más grave que depara el fútbol, desde hace demasiado tiempo, se corrió de las tribunas a las calles aledañas y de los accesos de las canchas a las autopistas. Las barras bravas ya no están en condiciones de ocupar territorios ajenos como en el pasado (apenas pueden arrojarse piedras de una popular a la otra o a una platea vecina) y, por consiguiente, la mudanza del clásico de Avellaneda a Mar del Plata era un disparate. En efecto, los violentos elegirían la Ruta 2 para emboscarse y no el estadio José María Minella.
Si la Policía Federal rehúsa brindar seguridad en un partido por cuestiones distritales, ahora se comprende un poco más porque pone tanto celo en impedir que los piqueteros crucen el Riachuelo. Afean la ciudad y complican el tránsito, tanto como los hinchas cuando se vuelven incontrolables si se lanzan por sus calles.