DEPORTES › OPINION
› Por Pablo Vignone
Hubo una diferencia sustancial –imposible negarlo– entre el zapatazo de Andrés Iniesta de mayo de 2009 y el remate de Pedro Rodríguez del miércoles, ambos al mismo arco de Stamford Bridge: uno en el minuto 93, otro en el 91, ambos en la misma instancia de semifinales de la Champions League. Uno entró y abrió el camino a la primera conquista europea de un equipo que se disfrazó de magia; el otro pegó en el palo y se alejó, poniendo en duda la tercera conquista europea en cuatro años. Aun sustancial, la diferencia es anecdótica.
Así lo marca el guiño del conductor de este equipo mágico, Pep Guardiola, al propio Pedro, apenas consumida la jugada. Así lo demuestra el análisis menos pasional de lo sucedido en el campo. Un partido no hace verano. El Barcelona sigue siendo, pese a la derrota, el equipo más lujoso del mundo y, aunque no está contento con el resultado, a Guardiola no se le ocurre desear que el avión que lo lleva de vuelta a El Prat se venga abajo para evitar la ignominia. “Jugando así, ¡a la final!”, tituló Sport.
El compacto televisivo (de esos que suelen ser cortitos, con las mejores jugadas) duró en este caso lo suficiente como para mostrar que la distancia entre el fútbol del Barcelona y el del Chelsea fue de 10 a 1. En el conjunto inglés no se avergüenzan: jugando de manera ultradefensiva no sólo ganaron sino que de otra manera podrían haber perdido estruendosamente. Saben, con seguridad, que jugar de la misma manera el martes, en el Camp Nou, puede equivaler a un suicidio deportivo.
A distingo del Barcelona, el Chelsea tiene dueño, el ruso Roman Abramovich, que paga los (fabulosos) sueldos desde hace nueve años pero que, también a distingo del club catalán, no levantó nunca la Copa de Campeones de Europa. Seguramente que el malvado John Terry, el capitán del Chelsea –y que en las sombras maneja al equipo, apuntalando al entrenador sustituto Roberto Di Matteo–, no puede apersonarse a Abramovich a disculparse diciendo: “Perdimos, pero qué bien jugamos, ¿eh?”.
Guardiola sabe que cuenta con ese margen, gracias al capital que acumuló la magia de su equipo. Sabe bien qué pasó: los medios hablaron de “mala suerte”, interpretando la diferencia de aquel golazo de Iniesta a este pelotazo de Pedro en el poste; el entrenador, en cambio, es perfectamente consciente de que, más allá de la extraordinaria eficacia goleadora de Lionel Messi (63 goles en 53 partidos en la temporada), el Barcelona sufre de escasez.
Lo dijo en la previa, más con perspicacia que con clarividencia: “Va a ser un partido de pocos goles”. Hablaba tanto del planteo defensivo del Chelsea, que descontaba, como de la merma propia en la anotación. Ausente David Villa a causa de su fractura (“Cómo se extraña a Villa”, tituló el Mundo Deportivo), la baja producción de Pedro (22 goles en la temporada pasada, apenas 9 este año) se asocia a la ausencia de atacantes plenos. El segundo mejor goleador del Barça es Cesc Fábregas, con 15 goles (la cuarta parte de los que anotó Messi), seguido por Xavi con 13, la misma cantidad que el chileno Alexis Sánchez, el otro delantero que reemplaza a Villa. La angostura de un plantel muy corto se cobra la factura en el cierre de temporada.
Los méritos del equipo que mejor y más lindo juega al fútbol en el mundo no está en discusión pese a una derrota, por más trascendente que sea, pero la mezquindad podría poner al conjunto catalán en la picota si no le va bien en sus dos próximos compromisos, mañana en el Camp Nou frente al Real Madrid –en un partido que puede definir la Liga– y el martes con Chelsea. El Barcelona ha triunfado tanto que parece obligado a continuar la senda. Pero a veces la pelota pega en el palo y sale. El Barcelona no está obligado a ganar. Los hinchas auténticos le reclaman, solamente, respeto por el fútbol que juegan.
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