DEPORTES › OPINION
› Por Gustavo Veiga
Mauricio Macri cree que es cool, marketinero y hasta de buen anfitrión invitar a otros presidentes a conocer la cancha de Boca. Lo hizo ayer con el de Francia, François Hollande. Antes habían estado ahí el de Bulgaria, Rosen Plevneliev, y el primer ministro de Italia, Mateo Renzi. Las visitas no ocurren por azar. Y parece que se repetirán en el futuro. “Cumbre de presidentes en la Bombonera, el lugar más deseado del planeta”, se exaltó en Twitter Enzo Pagani, responsable de la Fundación Boca Social y titular del Consejo de la Magistratura porteño.
Es menemismo en estado puro. Eso que Clarín tituló hace 48 horas “diplomacia del fútbol”. En su condición de presidente electo, Macri, incluso, había sido más audaz cuando jugó un picado en la Bombonera con Evo Morales un día antes de su jura.
Estos gestos –que nada tienen de ingenuos– no son ni buenos ni malos en abstracto. En el pasado, el rugby, el fútbol, o escenarios míticos como el estadio Ellis Park de Johannesburgo o el Monumental de River, sirvieron para construir acontecimientos de connotaciones positivas y negativas. Entre los primeros: el Mundial de Rugby al que apostó Nelson Mandela para ponerle una lápida al régimen del Apartheid. Entre los segundos: el Mundial 78 de la dictadura genocida.
En el caso de esta sucesión de visitas a la cancha de Boca suspendida por el escándalo del gas pimienta –el club estaba sancionado por ocho fechas y la Conmebol le bajó la pena a dos–, esa medida hace más grotesca la situación. Es como un déjà vu de los años 90. Pan y circo, pero con los presidentes como protagonistas haciendo jueguito o pateando penales. No hay una razón de Estado que explique un intercambio de camisetas. Sirve para una fotografía, es una mueca de frivolidad que los políticos suelen mostrar para distenderse o –mejor dicho– desentenderse de los cruciales problemas cotidianos que suelen agravar con sus mal llamadas medidas de austeridad.
No faltó tras la visita de Hollande a la Bombonera la elucubración periodística de que pueda ocurrir otro tanto con Obama. En ese caso, lo peor no sería que se repitiera un paseo por la cancha de Boca de otro presidente extranjero. Más bien, ese acto de esparcimiento quedaría desplazado por otro –mucho más potente en su simbología– si se concretara: lo que representaría una hipotética visita del presidente de Estados Unidos a la ex ESMA. Hannah Arendt tendría razón una vez más y la banalidad del mal se repetiría.
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