Una de las imágenes deportivas más intensas que dejó el clásico del jueves a la noche en el Monumental fue la del saludo de Roberto Abbondanzieri a Germán Lux, demorando el festejo con sus compañeros por la clasificación a las finales de la Copa. Después de atajarle el penal a Maxi López, en el momento de más excitación, el arquero de Boca tuvo tiempo, antes de sumarse a la montaña azul y oro, de arrimarse hasta el pibe de River, y consolarlo con el clásico gesto amistoso de la palmada en el rostro. Abbondanzieri, que es seguramente un tipo de buena madera, dejó con su actitud un extraordinario rasgo de nobleza deportiva. “Lux fue el único que quiso separarme cuando me volví loco después de que me agredieran en la Bombonera”, explicó Abbondanzieri, quitándole solemnidad a lo suyo. En la cancha, todavía en caliente, formuló declaraciones mesuradas y serenas que también deberían conservarse como ejemplo a seguir.
A contramano de la corriente agresiva, compadrita y patotera sobre la que se mueven los Barros Schelotto y los Ameli, los Cascini, los Hernán Díaz y los Husain, el Pato Abbondanzieri avanzó en la dirección a la que apuntan aquellos que entienden al fútbol como un juego vital, pero no como una cuestión de vida o muerte.
En 1982, durante la guerra de las Malvinas el seleccionado argentino de hóckey sobre patines jugó un partido del Mundial que se disputaba en Lisboa, contra la selección inglesa. Los jugadores de ambos equipos tenían orden expresa de los dirigentes de no saludarse ni antes del partido ni después. Pero en los cruces de miradas, en las cejas arqueadas, en los guiños, los muchachos argentinos y los ingleses sintetizaron y simbolizaron el abrazo fraternal del deporte.
El saludo de los arqueros de Boca y River se pareció bastante a aquello y dejó abierta una puertita hacia la esperanza y la ilusión de que no todo está podrido y que todavía les quedan a los pibes que practican deportes espejos donde mirarse.